9/08/2011

Los gatos

Siempre estuvo convencido que jamás haría una cosa por el estilo. Las pocas veces que se lo imaginó, lo pensó como el improbable resultado de un ataque de locura. Pero así se dieron las cosas y ahí estaba él: ya había tocado ese timbre gris y rectangular que chilló en dos tiempos; ya le había respondido a la voz metálica que venía recomendado por León; ya estaba, incluso, sentado en el sillón que le parecía menos incómodo de los que había en ese living oscuro, patético y anacrónico. Estaba también en la habitación, presente en su ausencia, un desconocido que entró semi-borracho y muy sonriente atrás de él, y que ahora estaba absorto en su medida de whisky, servida en un vaso realmente triste -como esos que tienen las tías viejas y más o menos lejanas; esas que son tan anticuadas y amargadas que cuesta decidirse sobre qué inspiran más, si bronca o lástima.
 
Lo habían recibido dos gatos, uno se quedó callado en el fondo mirándolo fijamente; el otro habló demasiado, ofreció whisky (que él rechazó y el ebrio aceptó), mintió sobre su nombre y el del otro felino. Como no le vieron cara conocida, el gatito parlanchín le explicó cómo era la cuestión. Recién cuando paró la taladrada que representó aquella voz exponiendo una sarta de pelotudeces, y luego de que las criaturas se miraron entre ellas, la que estuvo atrás callada todo el rato preguntó si alguien quería pasar con ella, o si preferían ver a la que faltaba bajar. El borracho dijo que él pasaría con ella. Víctor –ese es el nombre de quien nos importa- decidió esperar a que bajara la otra opción. Una pérdida de tiempo, a decir verdad, porque aquello le pareció el fantasma de lo que alguna vez fue una mina ya de por sí insípida y que ahora, con suerte, era un objeto más de esos con aspecto incómodo en ese cuarto inhabitable.

—Prefiero… eh… pasar con ella —le dijo a la nueva disimulando alguna repugnancia que sentía, mientras señalaba a la que había estado hablando antes. No debería sorprender que la palabra “pasar” le recordara a la fórmula de Adam Smith: “dejad hacer, dejad pasar”.  Se sentía una mierda de persona por todo eso.
—Bueeeeeno —contestó el fantasma-chica. —Me voy a dormir una siestita, entonces. ¿Cualquier cosa me llamás, Clau?
—Se… yo te aviso —constestó ésta con voz de aburrida. — ¿Vamos? —dijo a Víctor sin saber o importarle su nombre.

Él asintió y fue guiado de la mano hasta la escalera que tenían que subir para entrar a la habitación del primer piso, detrás de la primera puerta a la izquierda. La mano de la mina le pareció fría y casi plástica. Tuvo miedo de que si esa mano le tocaba el pecho o la pija, él se la fuese a quitar como si se le hubiese subido una babosa o caído una cucharada de flan ajeno sobre la piel.

—Bueno, tenemos hasta una hora, si querés… —dijo la mina que hace un rato se hizo llamar Claudia mientras empezaba a quitarse la ropa. Víctor se dio cuenta de que él también tendría que hacer lo mismo… y pronto.
—¿Hasta las cinco y… diez?
—Ajá.

Ya se le veían las tetas a la puta. Bastante lindas, aunque los pezones eran más oscuros de lo que a él le gustaban; pero lo compensaba con el tamaño justito de las areolas.

—Te puedo pedir lo que quiera, ¿no? —preguntó él con un poco de timidez mientras se sacaba recién la primera zapatilla.
—Sí, sí —dijo ella mecánicamente. Se estaba desnudando de espaldas a Víctor para ver si eso ayudaba a apurar un poco la cosa. “Otro que le da vergüenza que lo mire desvestirse”, pensó ella. —Lo que no te dejaría es que me amordaces o golpees, obvio. Si me hacés algo de eso o te pasás de mambo con alguna otra cosa, pego un grito, vienen mis compañeras y te cagan a tiros, así que…

Víctor le miraba el culo desnudo mientras fingía (sin querer) que la escuchaba advertirle. Hacía varios meses que no veía un culo en vivo.
Se apuró a sacarse la ropa. La dejaba tirada en el piso, junto con la mochila, al lado de la cama.

—¿Me darías besos? ¿O es cierto que a… ustedes… les molesta? —otra vez esas palabras que hacían parecer que las consideraba de otro planeta o de una raza inferior.
—No sé a nosotras en general —dijo ella haciendo énfasis con sorna—, pero yo, según quién me lo pida, lo dejo o no. A vos te dejo, si querés.

Víctor ya estaba desnudo; y estático. Ella, por su lado, se estaba paseando por la habitación con un forro en la mano que ni yo, que me parece que soy omnisciente, sé de dónde sacó. Sobre la mesita de luz había algunos más, junto a una pila de servilletas de papel y un velador que seguramente eligió la misma persona sin gusto (o con el mejor sentido de adecuación) que eligió los muebles de aquél living de la casona-prostíbulo. No había un mínimo de intención por disimular que eso era un cogedero. Pero también, ¿quién iba a querer que se disimule? ¿Por qué un putero no podía o debía parecerlo? ¿A qué se parecía el primer putero de la historia?, me pregunto yo.
Claudia se acercó a Víctor y le susurró al oído que le parecía lindo flaco, que le tenía ganas o algo por el estilo. Él no supo si era en serio o no, pero por lo menos se calentó. Entonces ella le puso un forro y se la chupó un rato. Víctor, ya en trance, a pesar de la barrera plástica, pensaba en su mochila; la mochila que estaba ahí al lado de la cama, con la ropa y las zapatillas.

—¿Te disfrazarías? —le preguntó él de repente.
Claudia se detuvo muy lentamente.
—¿Trajiste un disfraz? —respondió sorprendida, separándose del bulto.
—Sí, más o menos. Mirá…

De la mochila se extrajeron los siguientes objetos: unos bigotes postizos muy poblados; una capa negra forrada de color rojo en el interior; una máscara entera de gorila un tanto destartalada; un crucifijo de madera de unos treinta centímetros de alto por unos casi veinte de ancho; una máscara de látex, completa también, de Terminator (el modelo que está medio “descascarado”, con el ojo robótico-mocho al descubierto); una fotocopia de un poema de Francisco Urondo titulado Los gatos; una fotocopia anillada de Los filósofos presocráticos de G.S. Kirk y J.E. Raven; y una edición de Beber en rojo, de Alberto Laiseca, publicada en Altamira. Todo, menos el crucifijo y el libro de Kirk y Raven, estaba metido adentro de la máscara de gorila, que ocupaba casi la totalidad de la mochila. Era como esas calabazas que los nenitos yankees llenan de caramelos y porquerías en Halloween.

—¿Y qué me pongo de todo esto? —preguntó Claudia un poco preocupada. “Otro loco de mierda. Era obvio. ¿Por qué mierda sino un pibe así iba a venir acá?”, pensaba.
—Vos sólo tenés que ponerte la máscara de Terminator. Pero hay un orden. Primero dejame que me pegue el bigote. Tomá, vos mientras pasate el crucifijo…
Claudia no entendía nada. Igualmente empezó a tocarse con el crucifijo, aunque con el menor erotismo posible. Sin embargo, Víctor estaba a punto de acabar de sólo mirarla.
—Listo, vení —le dijo a Claudia desde la pared en la que estaba el espejo. —Traé el crucifijo.
Ella fue con crucifijo y todo; él, con sus bigotes nietzscheanos, la levantó desde los muslos y la penetró jodidamente contra la pared.
—Acariciame con el crucifijo. ¡Dale, acariciame! —le suplicaba él, excitadísimo.
Ella, aunque obedecía, se hubiese querido reír; pero en verdad el tipo la estaba cogiendo con tantas ganas que le gustaba un poco que el enfermito esté tan excitado por un bigote de mierda y un crucifijo.
Después de unos cuantos minutos la despegó de la pared y la dejó sobre la cama. Estaba duro como una piedra. De la nube de objetos que antes había sacado de la mochila, tomó el libro de Laiseca y se lo tiró sobre las piernas a la chica:
—Tomá. Abrí donde está marcado; página ochenta y nueve: leé mientras me pongo la capa.

La mina esbozó una sonrisa, durante un segundo, al recibir el libro. Él se ponía la capa negra y se reía como una hiena en mute. Ella comenzó a leer sin cuestionarlo, pero, y quizás principalmente, sin cuestionarse ella misma sobre el asunto:

—“Drácula:
—¿A usted le gustan las historias de miedo, Sra. Lucy?
—Me fascinan. Pero deje que le siga explicando. Mary Shelley, su esposo y Lord Byron estaban asilados (fue una relación
muy particular la de ellos, créame). Y entonces surgió el desafío: que cada uno escribiese un cuento de terror. Parece que los dos hombres fracasaron en el intento, pero la chica escribió Frankenstein.
—¿Usted se propone algo parecido, señora?
—Sé que puedo escribirlo… con ayuda.
El conde hacía un gran esfuerzo para dominarse:

Víctor la interrumpió y recitó de memoria:
—“Señora: la histeria, lo sé, es una de las formas del arte. Pero…
Claudia, en ese momento, hizo un click. Se rió: entendió un poco más  a su cliente y respondió intuyendo el énfasis con que la Lucy Harker de Laiseca hubiese respondido:
—“Sométame a prueba.

Inmediatamente, Víctor-Drácula-Jonathan-Laiseca-Nietzsche-etc. hizo suya a Claudia-Puta-Cosa-Lucy, y sin necesidad de que nadie diga nada, entre embestidas y gemidos ella siguió leyendo:
—“Drá-mhmm...-cula no-mhmm!- podía creer-mhmm- lo que oía. Mhmm...- Yo sí, porque –mhmm...- a lo largo de los cinco años-mhmm…- en que he tenido la dicha -mhmm…- (y también-mhmm..- el horror-mhmm…) de ser el marido de Lucy-mhmm!-, sé que ella puede-mhmm, mhmm!!- no tener límites-mhmm!, mhmm!!, mhmm!!!..- en lo que considera su desarrollo personal…” Oooooohhhhhh, aaaah, ah…

La cita sigue y sigue: por si les interesa saberlo, Drácula y Jonathan sodomizan a Lucy hasta que ella se desmaya de placer y necesita varios días de reposo.

Ahí se fue el primer polvo. Recién eran las cuatro y treinta y dos.

Claudia y Víctor estaban tirados en la cama, los pechitos sudados, las miradas tensas, sin cruzarse… sin amor.

—Mientras vos te fumás ese cigarrillo…—decía Víctor— No, no quiero fumar ahora, gracias… Mientras vos fumás te quiero leer algo, ¿puede ser? 
—Sí, sí… obvio.

Víctor agarró la fotocopia de Paco y leyó sin leer, página tras página:

…Esta parte del mundo me rodea y siento
que me han salvado mis errores; otros jugaron
y perdieron, se arrancaron los ojos, se
                despedazaron como animales furiosos: ‘Quién
de los míos, me pregunto,
pudo salvarse de las trampas y del silencio’.
                Todos, mis hermanos,
mi amigo, mi adolescencia, mis iguales, jugaron y
perdieron;
el cariño se fue plegando y retrocedió con el
tiempo; venimos a ser
los buenos perdedores: ‘Adiós lolitas, cositas de
                mamá’; putitas de la noche,
gatitas perdidas, vientres inútiles y perfectos. Yo
quiero acariciar
un vientre marcado por la maternidad, un cuerpo
                en uso:
somos los vencedores,
los campeones de la noche;
vemos en la oscuridad,
tenemos un ojo de gato y otro de pereza y de
                miedo; tropezamos
para encontrarnos, para pedir perdón, para tocar;
nos repugna la soledad,
queremos lugares donde dure el humo y el calor
                de la gente…

—Estás bastante loco, ¿no? —preguntó Claudia cuando Víctor dejó las hojas de lado, casi diez minutos después de haber empezado a leer.
—No, no… A veces me gustaría… pero porque soy medio boludo—respondió él. —Aunque, en realidad, esto, podría decirse, lo hago para no enloquecer. Es una lástima que no haya lugar en la vida real para cosas así... ¡Pará! ¡¿Dije en “la vida real”?!
—¡Sí, jajaja!
—¡Jajajaja! Es que esto casi parece una película que pasarían en I-sat…
—Sí, sí, tenés razón. Cuando quiera contarle esto a alguien seguro que no me va a creer. Las historias que salen de aquí adentro son locas casi siempre, pero generalmente son más tristes.
Víctor no supo bien qué responder a eso, él era, en realidad, el que venía de otro mundo, uno bastante distinto a ese… De todas maneras, después de haberse perdido pensando mientras la miraba fijamente, comentó:
—El tipo que escribió eso que leíste sobre Drácula dice en otro libro: “Al revés de lo que pensaba Hegel —un filósofo alemán del mil ochocientos— todo lo real es irracional, todo lo irracional es real.” Y después, en una entrevista decía que su delirio, su locura, no era patológica o enfermiza, sino creativa y creadora. Eso me encantó… y un poco me definió. Me afectó.
—No sé si te entiendo de lo que estás hablando.  Me parece que vos sos… inteligente, interesante… no entiendo por qué venís acá.
—Gracias; pero no entiendo por qué te parece raro que venga acá... y más a hacer estas cosas. Es jodido ser feliz en el “mundo real”, jaja… En serio, la pasé bien… Gracias.
Víctor creyó entender que, tras esa charla, eso iba a ser todo. Es más, ya se disponía a levantarse de la cama para ir saliendo de la habitación tras cambiarse, pero Claudia rodó sobre la cama y se le acercó preguntándole:
—¿Adónde vas, eu? Todavía nos faltan unas máscaras y ese librote, ¿o no? Además tenemos unos veinte minutos hasta las cinco y diez.
Víctor se sonrió como un nene y un sátiro a la vez.
—¡Vos ponete la máscara de Terminator que yo me pongo la de gorila! —ordenó contentísimo mientras abría el libro de los presocráticos.
—¿Por qué yo la de Terminator? —la voz se sentía un poco más lejana por las barreras que representaban ahora ambas máscaras.
—Porque siempre supuse que me voy a sentir muy poderoso si puedo darle maza al héroe de la mejor película de acción de los noventas.
Se refiere a Terminator II, por supuesto.
—¿Y por qué vos un gorila?
—Por la banda, por los anti-peronistas, porque me gusta el animal… qué sé yo…
—Jajaja ¿Y ese libro?
—Porque me colgué y no lo saqué de la mochila… de todas maneras tiene algo de sentido… “Heráclito” siempre me sonó a “clítoris”…
—¿Eh?
—Bueno… ¡ufff! … —Claudia se sacó la máscara— Ya son las cinco y diez, bebé. Son ciento treinta pesos—dijo la muy puta.

3/01/2011

comunicado real


El Rey y la Reina de M’alanoderia (¡Larga vida a ellos!) consideran de vi(r)t(u)al importancia difundir la siguiente información:
En el reino vecino de traiciónlandia (antes Kah-Nu-Lji) se está sobre-adoctrinando secretamente al campesinado en el arte del contorsionismo con el único propósito de alcanzar el homo complementus: una peculiar ramificación del proceso evolutivo-inducido que ambos reinos, el glorioso M’alanoderia (¡Larga vida al Rey y la Reina!) y la despreciable, vituperable, ciertamente deleznable traiciónlandia, han estudiado veladamente con el apoyo místico e intelectual de sus más grandes nigromantes posmodernos y biólogos positivistas del novecento. Dicho proyecto, encarado en sociedad por ambas naciones con el fin de unir fuerzas contra terceros, implicaba el anudamiento (calculadamente reversible) de los humanos y humanoides a disposición de la región fronteriza con el fin de que se adhierieran sus cuerpos y consiguieran alcanzar una olvidada, inexistente y mejor etapa en su tránsito a la perfección que se sospecha posible gracias al análisis de los monumentos filológicos y arqueológicos que constituyen los Sacro scripsi Cosmopolitae Revistae[1] que incontables filólogos estudian con ahínco exclusivamente en viajes de colectivos intergalácticos los días martes o en baños de familiares sin mejor literatura.
A los fines de procurar la seguridad de nuestra querida patria, M’alanoderia (¡Larga vida al Rey y la Reina!) e imposibilitar la perpetuación del trapero plan de traiciónlandia, se instituirá un horario de entrenamiento diario que oscilará entre las cuatro horas y las noventa mil horas, de acuerdo a las necesidades que las autoridades a cargo dictaminen.
A los fines de acelerar el entrenamiento, la población deberá proveerse de los siguientes elementos:
-Topolino
-Pan lactal Fargo (blanco, rodajas finas)
-Una botella de agua mineral de 2 (dos) litros cada dos individuos
Finalmente, bajo el mandato de nuestros amados y Excelentísimos Reyes de M’alanoderia (¡Larga vida a ellos!), se exige a la población que ataque cuanto traiciónlandense pueda, so pena de ser excluido del homo complementus m’alanodereano y posteriormente aplastado con todo el peso de la ley (literalmente sería cascoteado hasta su defunción con todos los ejemplares –comenzando por los de tapa dura- disponibles de las distintas constituciones de éste y cualquier otro reino que sea necesario utilizar con tal fin).
Firman:
Rey Aperiódico Laichúnistin IV de M’alanoderia y Reina Orquídea Malvaloca Discreta del Otoño de M’alanoderia.


[1] Idioma zombie, o sea muerto-vivo. Pseudo-latín.

2/19/2011

Puerta abierta

En mi casa no cierran con llave la puerta de calle. Claro, yo “vivo en barrio” y esa es de las pocas cosas que sobreviven del mito de una vida acá. Pero aunque la puerta (que tiene un postigo que a veces también “se olvida” abierto) sólo se debería poder abrir desde adentro, yo tengo miedo de que, por ejemplo, un dúo de negritas al pedo (en pedo, seguro), se dedique a rondar las casas del barrio (ignorando la constante vigilancia, o quizás considerando con total seriedad la impotencia y esterilidad en todos los ámbitos de las vecinas que lo miran todo a través de los vidrios coloridos de sus puertas y portones); rondar la zona, decía, con ganzúas en los inexistentes bolsillos de sus imposibles mini-faldas, y dar, justo, con mi puerta abierta, mientras yo duermo la siesta con mi perra al lado. ¡Imaginate!


—No te llevé’ nada, no avivé’ a lo’ gile’— le diría una a la otra estando en el garage de mi casa— así esta noche volvemo’ con el shoni y le’ llevamo’ ‘sta la heladera, je je.
Después le mandan un mensaje (siempre están mandando mensajes) al dicho Johnny: “ncn3 ksa p st nch”. Enviar/Send.
Y a la noche, de madrugada, vuelven. Vuelven con armas blancas y de fuego, con anestesia para caballos en jeringas enormes ya usadas por ellos, y con el olor a mandarina todavía (siempre) en las manos. Vienen Jonathan (Johnny, shoni) y Karina con Brian y Jessica (shesi), repitiendo la maniobra sobre la puerta aun abierta, ignorando cuántos somos en la casa (somos cinco, contando a la perra), posiblemente sin suficiente anestésico (¿o soga?) para todos, elevando las chances de que tengan que matar a alguno para que no los estorbe en el robo total. Yo estaría recién dormido porque me gusta acostarme relativamente tarde. Sin embargo estaría alerta, porque cuando me estoy durmiendo siempre siento (quizás pre-siento, quizás imagino) que algo malo va a pasarme. Es una costumbre ya, y sin embargo en estos veintidós años jamás se me cayó la rinconera encima; sin embargo en estos veintidós años jamás hubo nadie esperando a que me diera vuelta para, dramáticamente, ahorcarme o acribillarme tras dirigirme una mirada que infunda pavor, ni jamás hubo nadie con un abrigo largo parado en la ventana que da al patio de mi casa, listo para romper el enclenque mosquitero que lo separaría de toda mi vulnerabilidad. 
Siempre tengo estas sensaciones… pero no digo nada, porque nunca pasa nada. Pero quién sabe, la puerta sigue abierta, y yo no sé por qué no voy y la cierro…