7/22/2012

Una madre


Aunque Hortensia siempre fue hija, sólo más tarde fue una hija de puta.  Pobrecita; desde el comienzo estuvo cagada… la flaca tuvo tanta mala leche que nació en el seno de un matrimonio extremadamente católico: sus dos padres eran simplemente (complicadamente) unos jodidos cuadrados.
De chica, Hortensia no tenía permitido hacer otra cosa que tejer y leer la Biblia. “De casa a la escuela y de la escuela a casa”, le decía su madre. Por supuesto, la cantidad de amigas que la pobre Horte pudo conseguir en esos años no fue mucha. Nunca una muñeca, un chisme o un comentario sobre un programa de radio o televisión… ¡y ni a palos el último sencillo de Salvatore Adamo! Es decir: nada que aportar a una ronda de muchachitas. Y ninguna ronda de muchachitas que quisiera, tampoco, a la pobre Hortensia. 
Desde jardín de cuatro hasta quinto año de la secundaria su única amiga fue una vecina: Betty. Y esto gracias a que Betty sabía cómo venía la mano con los viejos de Hortensia. “La culpa no es del pollo sino del horno”, le explicaron muy sintéticamente sus padres. Bastante meritorio, para una pre-púber, entender que no todo el mundo es como quiere ser, sino que la más de las veces se es como se puede. De todos modos, y a pesar de esa comprensión, la amistad entre estas dos purretas medía 350 metros y duraba unos veinte minutos[1]
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Anales de la Inquisición personal padecida por Hortensia Rodríguez a manos de sus padres, don Atilio y doña Elisa Rodríguez:
De bebé, antes de que la diagnosticaran epiléptica, le creyeron poseída por Satán: las bestias pretendían practicar un exorcismo a la criatura; por suerte el cura al que consultaron no era tan boludo como para meterse en un delirio tan groso. Lástima que el pobre murió al año siguiente, siendo su lugar en la diócesis ocupado por el padre Brunet, cuyas aspiraciones arcangélicas tendrían algún peso sobre Hortensia años más tarde.
A los tres años, por haberse metido una manito adentro de la bombachita, consideraron a Hortensia una pajera; es decir, una pecadora. Solución: dejarla arrodillada, con las rodillas al descubierto, por supuesto, sobre arroz hasta que cayera dormida por el agotamiento producido por la falta de comida, el llanto continuo y una vituperación del estilo: “¡Enferma, pecadora! ¿Por qué Dios nos castigó con vos? ¡Sí, eso sos: un castigo divino! Una prueba de fe… ¡Castigo, castigo! ¡Castigo, castigo!”.
A los ocho, como regalo de cumpleaños, recibió su propio disciplinario para que se administrara los castigos que ella sabía se merecía cuando sus padres no estaban disponibles para infligírselos o, simplemente, cuando supiese que la vergüenza del pecado cometido era tan grande como para no poder confesarlo sin una autoflagelación preliminar que le diera el coraje para peticionar el verdadero castigo.
A los nueve, con la primera Comunión, le regalaron cuatro días de ayuno total para purificar el cuerpo que iba a recibir por primera vez al cuerpo transustanciado de Jesucristo. Casi hospitalizan a la nena cuando tomó el horrible vino patero que le ofrecieron con la hostia. Por miedo y “respeto” aguantó y tragó su vómito ocho veces hasta que terminó la misa, luego salió corriendo por un costado de la iglesia hasta la calle y, finalmente, expulsó el vómito. Acto seguido se desmayó. Al recuperar la consciencia no logró encontrar a sus padres: estaban más preocupados en excusarse con Brunet por el incorregible comportamiento de su hija que por ella en sí.
Finalmente, y para abreviar horrores, a los quince años, cuando le vino por primera vez (casi como Carrie, de Stephen King), le dijeron que esa era la forma que tenía Dios, a través de su cuerpo, de advertirle que si un hombre la tocaba antes del matrimonio, ella se desangraría hasta morir. Hortensia juró castidad hasta la muerte para no arriesgarse a que el sacramento marital no pasase por el bureau teológico y ella cayera en la volteada sin comerla ni beberla. De pedo no se hizo monja de encierro. Igualmente, ¿para qué iba a hacerlo si ella ya estaba encerrada por la influencia de sus padres?
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A los treinta años Hortensia conoció al que sería su futuro esposo: el Dr. Héctor Giménez, médico gerontólogo. El atendía a su madre, doña Elisa, la cual, a pesar (de Hortensia, sobre todo) de que sobrevivió a don Atilio unos tres años, estaba hecha una piltrafa demenciada.
Una de las tres únicas cosas buenas que hizo Giménez por Hortensia fue avalar una teoría que ella cultivaba desde pequeña: su madre, finalmente, había sido declarada clínicamente loca. Un sello con matrícula da otro tipo de textura a la realidad: las verdades parecen más verdaderas. Pero no fue casualidad que este hombre atendiera a doña Elisa; encajárselo fue una de las últimas hijadeputeses que el padre Brunet le hizo a Hortensia antes de morir (asesinado por la organista de la iglesia).[2] Cuestión… la pobre Hortensia, que había sido sumisa a sus padres toda su vida, ahora que parecía que iba a tener un respiro, era recapturada por las garras de este otro sádico salido de las entrañas de la medicina.
En cuanto murió doña Elisa, el Dr. Giménez y Hortensia se casaron. Podría argumentarse que estando todos los previos dictadores muertos ya nadie podía obligar a Hortensia a hacer lo que ella no quería hacer. Pero, y este es el verdadero problema, ella no sabía qué es lo que no quería. Verán, cuando toda tu vida eligen por vos, la voluntad, que es como un músculo, se te atrofia, y después llegás a un punto en el que no sabés si querés un saco de tres o cuatro botones, y rogás que algún vendedor te acose para quedar salvado de elegir mediante la imposición del consejo, la moda y el falso elogio.
Al ser desvirgada en la noche de su matrimonio, Hortensia pensó que instantáneamente iba a explotar: como Johnny Depp en la primera de Freddy Krueger, que queda todo licuado en el techo de su habitación. Por suerte, parece que San Pedro había recibido la papeleta de su casorio y nadie se desangró. Además, aprovechando la espaciosa casa que le quedó a Hortensia, Giménez se mudó con ella, abandonando finalmente el nido paterno en el cual aun vivía (teniendo treinta y cuatro años). Héctor, aunque menos que Hortensia, también había sido signado por un matrimonio ultraconservador y ultracatólico; pero su profesión lo había curtido distinto: le daba un poder al que Hortensia jamás tuvo acceso. Con ese poder, el forro mantuvo a Hortensia comiendo de la palma de su mano. Literalmente. “Es hora de tu alpiste, mi petirrojo”, le decía el Dr. Y si ella no iba piando y dando saltitos cuando la llamaba, él la fajaba y la encerraba en una jaula enorme en el sótano insonorizado que hizo construir en la casa con ese único y sádico fin.
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Los Giménez tuvieron una nena a los dos años de casarse (esta fue la segunda cosa buena que el Dr. hizo por Hortensia): la llamaron María de las Mercedes. Quienes la conocieron y no la llamaban “boluda” o “pelotuda”, le decían “Mecha”/”Mechi”/”Mechita”, como es costumbre.
Des-afortunadamente, el Dr. Giménez murió en un accidente automovilístico al año de haber nacido la chiquita (esta, como el avispado lector habrá sabido anticipar, fue la tercera y última cosa buena que este hombre hizo por su mujer), dejándole a Hortensia una suma de dinero nada desestimable, que se volvió cuantiosa cuando los padres del difunto doctorcito también estiraron la pata. Siendo Héctor su único hijo y Mecha su única nieta, ésta heredó de sus abuelos casas, terrenos, campos, etc. De todos modos, estos viejos vivieron bastante tiempo tras la muerte de su querido hijito; casi hasta que Mecha había cumplido sus dulces dieciséis. Así, pudieron ejercer su influencia psicológica, religiosa, económica y moral sobre “la viuda del ‘nene’ y su pobre hijita.”
¡Pobre Hortensia! De mal en peor… Y encima ahora tenía a Mechi, que emprendía el mismo camino que ella: una vida de vejaciones multidisciplinarias socialmente aceptables de las que no había escapatoria.
Finalmente, aunque quizá demasiado tarde, después de cuarenta y ocho años de represión constante, Hortensia había sido liberada. Ni madre, ni padre, ni esposo, ni suegros… De ahora en más serían solamente ella y su hija: “nadie, nunca, nos va a volver a meter un dedo en el culo”, le dijo Hortensia a su hija mientras cerraban el mausoleo de los viejos Giménez.
Sin embargo, y verdaderamente me apena decirlo, Hortensia ya estaba cagada pa’ siempre. Había sido un volcán durmiente y en ese momento, por fin, podía hacer erupción.
¡CATACLISMO!
¡DEBACLE!
¡CORRAN, CORRAN QUE SE VIENE!
Hortensia Rodríguez, viuda de Giménez, que siempre había sido tomada como punto por todos los hijos de puta que entraban en su radio de percepción, ahora podía tomar el látigo existencial e infligirle un profundo daño a otro ser humano: lástima que la única persona que le quedaba en el mundo era Mechita, su hija. Pero bueno, era lo que había; y no por quererla iba a dejar pasar esta oportunidad de proyectar algo de su infelicidad. Eterna víctima, Hortensia iba a torturar a su hija hasta que ésta se la agarrase con ella de vuelta, y así, hasta que cada una fuese castigada por la otra sin ninguna razón… a menos que valga como tal el puro delirio patológico-ancestral de vieja chota que está en los rincones del corazón de toda madre[3].
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—¡Sean Connery! ¡Decime que sos Sean Connery!
—¡Pero, mamá!
¡Cógeme James! ¡Cógeme! ¡DALE, hija de putaaaaaaaa!
—¡Pero, mamá!
—¡La reputa que te parió, Mercedes! (¡O sea, YO!) ¡Ya me ataste, ya tenés el vergón ese enganchado, ya me escupiste las tetas! ¡Ahora me cogés bien cogida por el orto porque si no cuando me desates te hago tragar aceite de castor y vaselina hasta que cagues un pulmón! ¡FOOOORRRRRRAAAAA!
—Sí, mamá…
Y Mecha dale que dale por el ojete a la madre. Dun dun dun. La piba lloró las primeras cien veces. Y sí… obvio. ¿Cómo no hacerlo? Pero después algo se rompió (además del culo de Hortensia, claro). Algo adentro de cada una de las partes involucradas.
Hortensia, como toda la vida había sido sodomizada por su entorno, cuando se encontró en la posición de sádica ella misma, tuvo que retorcer todo hasta que fuese a la vez víctima y victimaria. (Algo para que tengan en cuenta: la masoquista es más poderosa que la sádica; sin aquella, ésta no sería nadie.) Pero Mercedes, la inocente Mercedes, no tenía esa suerte mixta: ella era pura víctima; víctima de una madre que continuaba una tradición de mierda.
—¡Puta de mierda! –Le gritaba Hortensia, envejecida, a su triste hija.
—¿Qué hice ahora, mamá?
—¡No me cogés, puta! ¡PUTA BOLUDA!
—Pero, mamá, hoy es jueves y todavía es de día. Siempre hacemos eso los martes y los sábados. Y siempre hay que esperar a que anochezca. Eso me lo dijiste vos.
Mecha ya tenía casi cuarenta y dos. Hortensia setenta y cuatro: infeliz y vieja, calco desfasado de su madre, finalmente también enloqueció… quizás desde siempre lo fue haciendo…
—¡David Duchonvy! —Gemía Hortensia— ¡Quiero que me gaaaaarrrrrche bien cogida David Duchovny! Decime que sos Mulder, puta. ¡Neeeeeegra! ¡Daaaaaaaaaaaaleeeeee! ¡Conchuda!
Sacando un vibrador luminoso con forma de delfín rojo de una canasta floreada que estaba al lado del sillón del living, Mercedes arremetió contra su madre, tumbándola, al grito de:
—¡Tomáaaaaaa, Scullyyyyyy! ¡Puta, putaputaputaputaputaputaaaaaaaaaaAAAAAAAAAAAHHHHH!
A pesar de todo lo retorcido de esto, sus cuerpos producían orgasmos. Pura inercia. Pura física, fricción. Frotamiento. Los de Hortensia eran sumamente violentos; es que, recién con su hija tuvo el primero de su vida (y todos los otros también). Claro, el consolador con el que Mecha la ensartaba era de 40 cm de largo x 16 de circunferencia. Siempre por el culo. Siempre, hasta que alguna de las dos se desmayara por agotamiento. Después, cualquiera de las dos, sabiendo que estaba a salvo de la mirada escrutadora de la otra, lloraba mientras desarmaba la escena.
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A los ochentaiún años, y con el culo deformado, Hortensia por fin se murió. A pesar del alivio que sintió cuando finalmente sucedió esto, Mecha ya estaba grande, frígida y dañada como para encontrar a alguien que la sacara del negrísimo abismo en el que la habían arrojado. Un descenso al Maelström, pero en la vida real.
Un día, algún tiempo después de que había muerto su madre, Mechi apareció asesinada en su living. La encontraron de casualidad, porque empezó a apestar a la cuadra.
Algunos vecinos se enteraron de rebote que hubo rastros de una tortura y violación post-mortem. Se ve que la pobre Mecha estaba tan rota en vida que sólo muerta podía ofrecerle algo a alguien…


[1] Esas cifras las obtenemos de la siguiente manera:
Cantidad de cuadras que separaban la cuadra de sus casas de la escuela = 5
Cada cuadra mide 100m; entonces: 5 x 100m = 500 m.
Más 10m de excedentes de esquinas y bocacalles por cuadra: 500m +50 aprox. = 550 aprox.
Menos la media cuadra inicial, ida y vuelta, del recorrido para evitar que los padres de Hortensia le dijeran de cosas como “no te juntes con esa bataclana que no hace más que cotorrear con sus amiguitas atorrantas vestidas todas como prostitutas en la puerta del club”: 550 m – 100 m = 450 m.
Menos la media cuadra inmediatamente anterior a la escuela, también ida y vuelta, para que las intolerantes amigas de Betty no le dijeran otra vez cosas como: “¿qué hacías con esa pelotuda, Betty?” “¿En serio habla? Siempre está con esa cara de boluda santurrona, ¡me pone frenética!”, etc.: 450 m – 100m = 350m.
Y después calculamos la caminata con charla a casi dos minutos por cuadra: nueve minutos de ida y nueve de vuelta… (la juventud tiene un ritmo loco.)
[2]  Cuenta la leyenda que Brunet se encontraba con la mina casi a diario en su habitación, hasta que a ésta se le “llenó la cocina de humo” y el tipo la quiso hacer desaparecer. Parece que la mina lo primerió: ¡bien hecho! Por supuesto, para el rebaño del viejo padre Brunet, el cura murió de un horrible y casual accidente de intoxicación, en el que se fumó el contenido de un Raid mata-cucarachas enterito mientras estaba encerrado en un confesionario. El poder de la fe (y de una diócesis) hace milagros.
[3] ¿Ven? Lai Chú, el Monstruo, tiene razón: las madres siempre le ganan a sus hijas. O te hacen mierda y quedás hecha una piltrafa por la vía directa, o te llevan a que te hagas mierda vos solita, por la vía indirecta. En el caso de doña Elisa, la madre de Hortensia, hubo un doble triunfo: no solo destrozó directamente y sin tapujos la vida de su hija, sino que, encima, llegó hasta su nieta, a la que ni siquiera conoció, por la vía indirecta. (Cf. Sí, soy mala poeta pero…, La hija de Kheops y Manual sadomasoporno: ex tractat)

5/03/2012

partes/noche

1


¿Por qué volver a entrar? 
Pero no me puedo ir… Pero no me quiero ir.
Entré.


Llego a la mesa en donde está. Le digo que nos vamos. 
Hago una seña cualquiera en el aire para que el mozo me venga cobrar; mientras, miro los pocillos de café —están vacíos. Conozco el lugar; tengo preparada la plata justa en la mano, sin propina, para evitar más espera.
Salimos al frío de la calle. Enciendo otro cigarrillo.
Ella también.


2


Hacemos fila para comprar las entradas. Nos mantenemos en silencio.


Por un momento me olvido del nombre de la película que propuse ver. No es realmente importante; el cine es chico y sólo proyecta una película a la vez; alcanza con saber el horario de la función.
En el pasillo de la sala, medio a oscuras, ella me mira con indecisión. Me dirijo hacia el primer par de asientos desocupados que veo en las filas del fondo.


Cuando se va acercando la hora de empezar la función, la sala se llena y la fila donde nos sentamos se termina de ocupar. A mi derecha se sentó una mina con un abrigo rojo; a la izquierda de Ana un tipo flaco y barbudo que aparenta tener unos cincuenta y pico

3


¿Cuánto hará que empezó la película?  Ya no la miro. No exactamente, al menos.
La miro, sí, pero ¿cómo qué miro?


Si al menos entendiese el idioma que hablan los actores podría pedirle auxilio a mis oídos; pero ni siquiera estoy seguro de qué idioma es.


Miro, escucho: nada. Nada de eso parece calmar la agitación que siento nacer en mí.
Creo que ya vi esto alguna vez.  Ahora —como quizás antes también; ni siquiera eso sé— no entiendo nada.
No importa.

No entender me parece lo más honesto y fácil del mundo. 
¿Por qué debería entender, no digo todo, sino siquiera algo —de lo que pasa en la pantalla?

Ana se remueve en su butaca. Finalmente apoya su cabeza sobre mi hombro izquierdo. 
Ese movimiento sustrae un no-entendimiento que me acaparaba por completo cuando todos mis sentidos estaban entumecidos (embelesados) por la sensación de deriva de la que era víctima.
Sin embargo, deja en su lugar otro sentir: uno que ha de serle familiar al anterior, aunque a mí me resulte igual de ajeno y, a la vez, amenazadoramente propio.
En su mirada, Ana parece entenderlo todo, —siempre.
Retiro mi vista de la pantalla para concentrarme en Ana: me hundo en la fisura en la que me convierto a causa de no saber cómo mirarla: no me puedo reconciliar ni con lo que veo ni con mi mirar: una feroz ausencia violenta todo lo que pueda violentarse en el presentarse de lo que se me presenta.


Por un momento —terrible, insoportable—soy muchos otros que me juzgan y aterrorizan. El corazón me obstruye la garganta.


En algún momento vuelvo a respirar, a tranquilizarme. Simplemente olvido la sensación de asfixia, y ahora —ya— me resulta completamente extraña y ajena la idea de que alguna vez me sentí así.
Miro —al menos eso suplico estar haciendo— esos lentes que traen al frente los mismos ojos que dejan infinitamente atrás: ojos  que entienden.
Los ojos de Ana, que puede que sean de muchos colores distintos,  me ofrecen un lugar siniestro donde habita un ser oscuro dispuesto a suplantarla, si no a ella, al menos a la versión de ella que yo pueda tener.


Me fascina el espectáculo de su mirada atenta. Quiero que se vuelque (toda ella) sobre mí.
Me muevo: me vuelvo sobre mi costado izquierdo y quedo casi de perfil a la pantalla; casi de frente a Ana. Resulta claro que no le importa que yo haya cambiado de posición —mucho menos sospecha el esfuerzo que eso me significó—, porque vuelve a buscar mi hombro para apoyarse y seguir mirando la pantalla. Debe verlo todo inclinado. Quizás por eso ella entiende.


Quiero que Ana me mire con atención: que no entienda más.
Excitado por el deseo de su desear(me), deslizo una mano —la derecha— sobre una de sus piernas. Me parece que se relame a medida que le separo ligeramente los muslos y, con mis dedos, me adentro por debajo de su pollera, acercándome al borde de sus calzas. Me siento horriblemente mortal cuando toco, por fin, la piel oculta; tan delicada y, por eso mismo, bella. Recorro el borde: la piel con la que limita la tela se debate entre la tibieza del manoseo y el frío de la sala, poniéndose como piel de gallina.
Presiono delicadamente donde comienza el costado interno del muslo; aprovecho la distancia pequeñísima que se crea entre la piel y la tela para pasar las puntas de mis dedos al otro lado de la bombacha.


Al contacto de mis dedos con su concha, Ana vibra. La abrazo por los hombros y la acerco a mí todo lo que me lo permite el posa-brazos inamovible que nos separa irremediablemente.
Con dos dedos acaricio sus labios: uno revela algo de la distancia posible entre ellos.


Me meto metiéndole esos dedos. Después de un instante, ella libera un gemido que ahoga contra mi hombro izquierdo. La sensación de su aliento caliente contra mi ropa me hace pensar que no sólo goza, sino que, también, padece esto. Esta sensación, a su vez, me excita —me electrifica todo el cuerpo; incluso produce, simultáneamente, otra instancia de placer: una brutal erección que todo mi cuerpo delata.


No reniego de esa sensación de goce violento, sino todo lo contrario. Saber que su cuerpo (los cuerpos) puede(n) llegar a ser tan patético(s) a mis acciones y emociones me hace sentir susceptible de ser, sin que lo pueda controlar, un ser en riesgo; profundamente en riesgo.
Veo —a la manera como han (d)escrito algunos místicos que ven sus visiones— un círculo enloquecido, enviciado por su virtud misma; en el medio: yo, desnudo, enloquecido de excitación, siendo violenta e invisiblemente invadido y despedazado por fuerzas a la vez horribles y placenteras. Todos los cuerpos, mi cuerpo; todos los placeres, mi placer.
Lentamente muevo mis dedos en el interior de Ana. Busco su mirada: esa mirada atenta y fascinada que le dirigía a la pantalla y que ahora quiero para mí; a través suyo, en su mirada, me veo —mejor. Quizás ella —¿Ana? ¿su mirada?— tenga la clave para entender por qué no entiendo nada cuando (la) miro.
Ana —lo sé, lo siento, lo veo, lo leo—se moja vertiginosamente y se mueve sólo de a milímetros, combatiendo a muchos niveles contra los amenazantes espasmos orgásmicos que se anuncian cercanos desde los rincones más trastornadores de su cuerpo: no sabe si le gusta más la posibilidad de placer que le promete una victoria contra su cuerpo, —victoria cuya única recompensa sólo puede ser un acabar fugaz y festivo; o si le gusta la idea de ser derrotada, —humillantemente derrotada— por el placer, elección cuyo resultando la arrojaría a una excitación caótica que la arruinaría (es decir: la excitaría) por sobrecarga de abuso.
Siento algo entre nosotros: algo agónico, emocionante. Una fuerza capaz de aplacar las palabras y los deseos más apremiantes que me acechan. No sé por qué prosigue esto aun a pesar de esa voluntad que no me es del todo ajena.


Respiración pesada.

El continuo y lento removerse de Ana atraen miradas furtivas del tipo que está un asiento más allá. A mí no me importa qué piense de nosotros siempre y cuando no nos interrumpa antes de que ella acabe en -y por- mi mano.
Tengo la mano inundada de flujos que me gustaría poder saborear.
Si ahora sacara esta mano de la entrepierna de Ana y la levantara a la altura de mi cara para verla a contraluz de la pantalla, quizás me tentaría morderme algún dedo hasta que brotara sangre y se mezclara todo: me chuparía ese dedo, sí, sin dudas; pero también le mancharía la cara a Ana y la forzaría a chuparme la herida como reconocimiento del placer que soy capaz de proveerle.
Leo los signos en el cuerpo de Ana: a punto de alcanzar el orgasmo, iluminada por la pantalla furiosamente blanca, vuelve su cabeza hacia mí y me mira con esa mirada devota que buscaba.
Pero algo más se deja ver en esa mirada. Algo que refresca y turba aquél no-entendimiento que aun se arrastraba en algún lugar —adentro, sobre o alrededor— de mí.
Inútilmente aferrada al posa-brazos que nos une, Ana vibra.
Doy velocidad al movimiento de mi mano y beso maliciosamente el cuello de Ana para que llore por no poder gritar de placer. “No te muevas” le susurro al oído mientras acaba silenciosa y gozosamente —frustrada por ese gesto carcelero de mis caricias que la tiranizan. Sus gemidos, inexpresables, se refugian en una traducción: un arrastrar de pies sordo, —indistinguible sobre la alfombra de la sala.
Una vez que sus muslos mojados sueltan mi mano, retiro los dedos del interior de Ana y la miro otra vez a los ojos: allí no veo otra cosa que un mirar; un mirar extraño al mirar que antes echaba sobre la pantalla, pero que tampoco se puede decir que sea el mismo que me miraba instantes atrás: es un mirar cargado de una tristeza que despierta, con resentimiento, en este preciso instante, de un sueño largo y profundo; un mirar que viene de otro lado y que no puede proveerse de palabras para hacer sentido de los sentidos y sus sensaciones.
Semisonriente, y aun un poco extasiado, retiro el brazo con el que rodeaba a Ana. Mientras tanto, chupo la punta de los dedos de la otra mano.


Una vez que mi boca se llena con ese sabor fuerte y espeso, fascinante, ofrezco —impongo— a Ana un dedo y ella,  casi a punto de trocar su respirar pesado por un jadeo animalesco, lo chupa con fruición, tomándome rápidamente toda la mano y la muñeca. Al agotarse todo sabor extraíble del dedo, Ana se pasa con lentitud mi mano húmeda y tibia por la cara, despeinándose, tirando al oscuro (y posiblemente faltante) piso sus anteojos —como si su piel se hubiese delatado ansiosa por re-encontrarse con otros cuerpos en vez de con ropas y objetos.
Terminada la película, cubriéndose con nuestros abrigos, Ana se acomoda la ropa mientras las luces de la sala se encienden y la gente se retira con esmerada lentitud.



En el baño de hombres del cine no hay nadie.


Aprovecho y empiezo a hacerme una paja.
Por un momento decido no concretarla y salgo del cubículo en el que me había metido.
Parado frente al espejo del lavamanos, veo en mis ojos la mirada de Ana. Me invade su tristeza.


No descifro si por esta invasión me hallo profundamente comunicado con Ana, o si, finalmente, esta es la manera en la que me sentencian a una soledad inapelable que habitaría por siempre en un lugar consistentemente hueco, ubicado detrás de una cicatriz vieja que marca la piel de mi pecho.
No sé cómo explicar que en este momento me sé despojado de algo que siento, aun ahora, demasiado hundido detrás de aquél lugar del pecho como para que tal hurto sea posible: no puedo concebir que alguien, alguna vez, pueda sacar a la luz esto que custodia lo más oscuro del ser que puedo ser cuando tiemblo de pasión.
Aturdido, vuelvo a entrar en el cubículo en donde había comenzado a pajearme.
En algún momento —momento que borró sus propios límites respecto del pasado y del futuro— eyaculo abundante y espesamente sobre una de las paredes inscriptas con mensajes ahora ilegibles.
Sabiéndome momentáneamente satisfecho empiezo a arreglarme la ropa.
Antes de salir finalmente del baño, retrocedo una vez más hacia la pared donde acabé para pasar la punta del dedo índice sobre la blancuzca mancha chorreante.
Salgo del baño.


Voy al encuentro de Ana: me espera desde quién-sabe-hace-cuánto en el hall del cine.
Al llegar a ella, la abrazo.


Su respuesta se demora  un tiempo infinito que aun no transcurre; mientras, yo intento marcarla con mi semen, pero no sé adónde se dirige mi mano, aunque se mueva —o eso creo que hace— porque yo le suplico que se mueva.