7/22/2012

Una madre


Aunque Hortensia siempre fue hija, sólo más tarde fue una hija de puta.  Pobrecita; desde el comienzo estuvo cagada… la flaca tuvo tanta mala leche que nació en el seno de un matrimonio extremadamente católico: sus dos padres eran simplemente (complicadamente) unos jodidos cuadrados.
De chica, Hortensia no tenía permitido hacer otra cosa que tejer y leer la Biblia. “De casa a la escuela y de la escuela a casa”, le decía su madre. Por supuesto, la cantidad de amigas que la pobre Horte pudo conseguir en esos años no fue mucha. Nunca una muñeca, un chisme o un comentario sobre un programa de radio o televisión… ¡y ni a palos el último sencillo de Salvatore Adamo! Es decir: nada que aportar a una ronda de muchachitas. Y ninguna ronda de muchachitas que quisiera, tampoco, a la pobre Hortensia. 
Desde jardín de cuatro hasta quinto año de la secundaria su única amiga fue una vecina: Betty. Y esto gracias a que Betty sabía cómo venía la mano con los viejos de Hortensia. “La culpa no es del pollo sino del horno”, le explicaron muy sintéticamente sus padres. Bastante meritorio, para una pre-púber, entender que no todo el mundo es como quiere ser, sino que la más de las veces se es como se puede. De todos modos, y a pesar de esa comprensión, la amistad entre estas dos purretas medía 350 metros y duraba unos veinte minutos[1]
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Anales de la Inquisición personal padecida por Hortensia Rodríguez a manos de sus padres, don Atilio y doña Elisa Rodríguez:
De bebé, antes de que la diagnosticaran epiléptica, le creyeron poseída por Satán: las bestias pretendían practicar un exorcismo a la criatura; por suerte el cura al que consultaron no era tan boludo como para meterse en un delirio tan groso. Lástima que el pobre murió al año siguiente, siendo su lugar en la diócesis ocupado por el padre Brunet, cuyas aspiraciones arcangélicas tendrían algún peso sobre Hortensia años más tarde.
A los tres años, por haberse metido una manito adentro de la bombachita, consideraron a Hortensia una pajera; es decir, una pecadora. Solución: dejarla arrodillada, con las rodillas al descubierto, por supuesto, sobre arroz hasta que cayera dormida por el agotamiento producido por la falta de comida, el llanto continuo y una vituperación del estilo: “¡Enferma, pecadora! ¿Por qué Dios nos castigó con vos? ¡Sí, eso sos: un castigo divino! Una prueba de fe… ¡Castigo, castigo! ¡Castigo, castigo!”.
A los ocho, como regalo de cumpleaños, recibió su propio disciplinario para que se administrara los castigos que ella sabía se merecía cuando sus padres no estaban disponibles para infligírselos o, simplemente, cuando supiese que la vergüenza del pecado cometido era tan grande como para no poder confesarlo sin una autoflagelación preliminar que le diera el coraje para peticionar el verdadero castigo.
A los nueve, con la primera Comunión, le regalaron cuatro días de ayuno total para purificar el cuerpo que iba a recibir por primera vez al cuerpo transustanciado de Jesucristo. Casi hospitalizan a la nena cuando tomó el horrible vino patero que le ofrecieron con la hostia. Por miedo y “respeto” aguantó y tragó su vómito ocho veces hasta que terminó la misa, luego salió corriendo por un costado de la iglesia hasta la calle y, finalmente, expulsó el vómito. Acto seguido se desmayó. Al recuperar la consciencia no logró encontrar a sus padres: estaban más preocupados en excusarse con Brunet por el incorregible comportamiento de su hija que por ella en sí.
Finalmente, y para abreviar horrores, a los quince años, cuando le vino por primera vez (casi como Carrie, de Stephen King), le dijeron que esa era la forma que tenía Dios, a través de su cuerpo, de advertirle que si un hombre la tocaba antes del matrimonio, ella se desangraría hasta morir. Hortensia juró castidad hasta la muerte para no arriesgarse a que el sacramento marital no pasase por el bureau teológico y ella cayera en la volteada sin comerla ni beberla. De pedo no se hizo monja de encierro. Igualmente, ¿para qué iba a hacerlo si ella ya estaba encerrada por la influencia de sus padres?
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A los treinta años Hortensia conoció al que sería su futuro esposo: el Dr. Héctor Giménez, médico gerontólogo. El atendía a su madre, doña Elisa, la cual, a pesar (de Hortensia, sobre todo) de que sobrevivió a don Atilio unos tres años, estaba hecha una piltrafa demenciada.
Una de las tres únicas cosas buenas que hizo Giménez por Hortensia fue avalar una teoría que ella cultivaba desde pequeña: su madre, finalmente, había sido declarada clínicamente loca. Un sello con matrícula da otro tipo de textura a la realidad: las verdades parecen más verdaderas. Pero no fue casualidad que este hombre atendiera a doña Elisa; encajárselo fue una de las últimas hijadeputeses que el padre Brunet le hizo a Hortensia antes de morir (asesinado por la organista de la iglesia).[2] Cuestión… la pobre Hortensia, que había sido sumisa a sus padres toda su vida, ahora que parecía que iba a tener un respiro, era recapturada por las garras de este otro sádico salido de las entrañas de la medicina.
En cuanto murió doña Elisa, el Dr. Giménez y Hortensia se casaron. Podría argumentarse que estando todos los previos dictadores muertos ya nadie podía obligar a Hortensia a hacer lo que ella no quería hacer. Pero, y este es el verdadero problema, ella no sabía qué es lo que no quería. Verán, cuando toda tu vida eligen por vos, la voluntad, que es como un músculo, se te atrofia, y después llegás a un punto en el que no sabés si querés un saco de tres o cuatro botones, y rogás que algún vendedor te acose para quedar salvado de elegir mediante la imposición del consejo, la moda y el falso elogio.
Al ser desvirgada en la noche de su matrimonio, Hortensia pensó que instantáneamente iba a explotar: como Johnny Depp en la primera de Freddy Krueger, que queda todo licuado en el techo de su habitación. Por suerte, parece que San Pedro había recibido la papeleta de su casorio y nadie se desangró. Además, aprovechando la espaciosa casa que le quedó a Hortensia, Giménez se mudó con ella, abandonando finalmente el nido paterno en el cual aun vivía (teniendo treinta y cuatro años). Héctor, aunque menos que Hortensia, también había sido signado por un matrimonio ultraconservador y ultracatólico; pero su profesión lo había curtido distinto: le daba un poder al que Hortensia jamás tuvo acceso. Con ese poder, el forro mantuvo a Hortensia comiendo de la palma de su mano. Literalmente. “Es hora de tu alpiste, mi petirrojo”, le decía el Dr. Y si ella no iba piando y dando saltitos cuando la llamaba, él la fajaba y la encerraba en una jaula enorme en el sótano insonorizado que hizo construir en la casa con ese único y sádico fin.
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Los Giménez tuvieron una nena a los dos años de casarse (esta fue la segunda cosa buena que el Dr. hizo por Hortensia): la llamaron María de las Mercedes. Quienes la conocieron y no la llamaban “boluda” o “pelotuda”, le decían “Mecha”/”Mechi”/”Mechita”, como es costumbre.
Des-afortunadamente, el Dr. Giménez murió en un accidente automovilístico al año de haber nacido la chiquita (esta, como el avispado lector habrá sabido anticipar, fue la tercera y última cosa buena que este hombre hizo por su mujer), dejándole a Hortensia una suma de dinero nada desestimable, que se volvió cuantiosa cuando los padres del difunto doctorcito también estiraron la pata. Siendo Héctor su único hijo y Mecha su única nieta, ésta heredó de sus abuelos casas, terrenos, campos, etc. De todos modos, estos viejos vivieron bastante tiempo tras la muerte de su querido hijito; casi hasta que Mecha había cumplido sus dulces dieciséis. Así, pudieron ejercer su influencia psicológica, religiosa, económica y moral sobre “la viuda del ‘nene’ y su pobre hijita.”
¡Pobre Hortensia! De mal en peor… Y encima ahora tenía a Mechi, que emprendía el mismo camino que ella: una vida de vejaciones multidisciplinarias socialmente aceptables de las que no había escapatoria.
Finalmente, aunque quizá demasiado tarde, después de cuarenta y ocho años de represión constante, Hortensia había sido liberada. Ni madre, ni padre, ni esposo, ni suegros… De ahora en más serían solamente ella y su hija: “nadie, nunca, nos va a volver a meter un dedo en el culo”, le dijo Hortensia a su hija mientras cerraban el mausoleo de los viejos Giménez.
Sin embargo, y verdaderamente me apena decirlo, Hortensia ya estaba cagada pa’ siempre. Había sido un volcán durmiente y en ese momento, por fin, podía hacer erupción.
¡CATACLISMO!
¡DEBACLE!
¡CORRAN, CORRAN QUE SE VIENE!
Hortensia Rodríguez, viuda de Giménez, que siempre había sido tomada como punto por todos los hijos de puta que entraban en su radio de percepción, ahora podía tomar el látigo existencial e infligirle un profundo daño a otro ser humano: lástima que la única persona que le quedaba en el mundo era Mechita, su hija. Pero bueno, era lo que había; y no por quererla iba a dejar pasar esta oportunidad de proyectar algo de su infelicidad. Eterna víctima, Hortensia iba a torturar a su hija hasta que ésta se la agarrase con ella de vuelta, y así, hasta que cada una fuese castigada por la otra sin ninguna razón… a menos que valga como tal el puro delirio patológico-ancestral de vieja chota que está en los rincones del corazón de toda madre[3].
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—¡Sean Connery! ¡Decime que sos Sean Connery!
—¡Pero, mamá!
¡Cógeme James! ¡Cógeme! ¡DALE, hija de putaaaaaaaa!
—¡Pero, mamá!
—¡La reputa que te parió, Mercedes! (¡O sea, YO!) ¡Ya me ataste, ya tenés el vergón ese enganchado, ya me escupiste las tetas! ¡Ahora me cogés bien cogida por el orto porque si no cuando me desates te hago tragar aceite de castor y vaselina hasta que cagues un pulmón! ¡FOOOORRRRRRAAAAA!
—Sí, mamá…
Y Mecha dale que dale por el ojete a la madre. Dun dun dun. La piba lloró las primeras cien veces. Y sí… obvio. ¿Cómo no hacerlo? Pero después algo se rompió (además del culo de Hortensia, claro). Algo adentro de cada una de las partes involucradas.
Hortensia, como toda la vida había sido sodomizada por su entorno, cuando se encontró en la posición de sádica ella misma, tuvo que retorcer todo hasta que fuese a la vez víctima y victimaria. (Algo para que tengan en cuenta: la masoquista es más poderosa que la sádica; sin aquella, ésta no sería nadie.) Pero Mercedes, la inocente Mercedes, no tenía esa suerte mixta: ella era pura víctima; víctima de una madre que continuaba una tradición de mierda.
—¡Puta de mierda! –Le gritaba Hortensia, envejecida, a su triste hija.
—¿Qué hice ahora, mamá?
—¡No me cogés, puta! ¡PUTA BOLUDA!
—Pero, mamá, hoy es jueves y todavía es de día. Siempre hacemos eso los martes y los sábados. Y siempre hay que esperar a que anochezca. Eso me lo dijiste vos.
Mecha ya tenía casi cuarenta y dos. Hortensia setenta y cuatro: infeliz y vieja, calco desfasado de su madre, finalmente también enloqueció… quizás desde siempre lo fue haciendo…
—¡David Duchonvy! —Gemía Hortensia— ¡Quiero que me gaaaaarrrrrche bien cogida David Duchovny! Decime que sos Mulder, puta. ¡Neeeeeegra! ¡Daaaaaaaaaaaaleeeeee! ¡Conchuda!
Sacando un vibrador luminoso con forma de delfín rojo de una canasta floreada que estaba al lado del sillón del living, Mercedes arremetió contra su madre, tumbándola, al grito de:
—¡Tomáaaaaaa, Scullyyyyyy! ¡Puta, putaputaputaputaputaputaaaaaaaaaaAAAAAAAAAAAHHHHH!
A pesar de todo lo retorcido de esto, sus cuerpos producían orgasmos. Pura inercia. Pura física, fricción. Frotamiento. Los de Hortensia eran sumamente violentos; es que, recién con su hija tuvo el primero de su vida (y todos los otros también). Claro, el consolador con el que Mecha la ensartaba era de 40 cm de largo x 16 de circunferencia. Siempre por el culo. Siempre, hasta que alguna de las dos se desmayara por agotamiento. Después, cualquiera de las dos, sabiendo que estaba a salvo de la mirada escrutadora de la otra, lloraba mientras desarmaba la escena.
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A los ochentaiún años, y con el culo deformado, Hortensia por fin se murió. A pesar del alivio que sintió cuando finalmente sucedió esto, Mecha ya estaba grande, frígida y dañada como para encontrar a alguien que la sacara del negrísimo abismo en el que la habían arrojado. Un descenso al Maelström, pero en la vida real.
Un día, algún tiempo después de que había muerto su madre, Mechi apareció asesinada en su living. La encontraron de casualidad, porque empezó a apestar a la cuadra.
Algunos vecinos se enteraron de rebote que hubo rastros de una tortura y violación post-mortem. Se ve que la pobre Mecha estaba tan rota en vida que sólo muerta podía ofrecerle algo a alguien…


[1] Esas cifras las obtenemos de la siguiente manera:
Cantidad de cuadras que separaban la cuadra de sus casas de la escuela = 5
Cada cuadra mide 100m; entonces: 5 x 100m = 500 m.
Más 10m de excedentes de esquinas y bocacalles por cuadra: 500m +50 aprox. = 550 aprox.
Menos la media cuadra inicial, ida y vuelta, del recorrido para evitar que los padres de Hortensia le dijeran de cosas como “no te juntes con esa bataclana que no hace más que cotorrear con sus amiguitas atorrantas vestidas todas como prostitutas en la puerta del club”: 550 m – 100 m = 450 m.
Menos la media cuadra inmediatamente anterior a la escuela, también ida y vuelta, para que las intolerantes amigas de Betty no le dijeran otra vez cosas como: “¿qué hacías con esa pelotuda, Betty?” “¿En serio habla? Siempre está con esa cara de boluda santurrona, ¡me pone frenética!”, etc.: 450 m – 100m = 350m.
Y después calculamos la caminata con charla a casi dos minutos por cuadra: nueve minutos de ida y nueve de vuelta… (la juventud tiene un ritmo loco.)
[2]  Cuenta la leyenda que Brunet se encontraba con la mina casi a diario en su habitación, hasta que a ésta se le “llenó la cocina de humo” y el tipo la quiso hacer desaparecer. Parece que la mina lo primerió: ¡bien hecho! Por supuesto, para el rebaño del viejo padre Brunet, el cura murió de un horrible y casual accidente de intoxicación, en el que se fumó el contenido de un Raid mata-cucarachas enterito mientras estaba encerrado en un confesionario. El poder de la fe (y de una diócesis) hace milagros.
[3] ¿Ven? Lai Chú, el Monstruo, tiene razón: las madres siempre le ganan a sus hijas. O te hacen mierda y quedás hecha una piltrafa por la vía directa, o te llevan a que te hagas mierda vos solita, por la vía indirecta. En el caso de doña Elisa, la madre de Hortensia, hubo un doble triunfo: no solo destrozó directamente y sin tapujos la vida de su hija, sino que, encima, llegó hasta su nieta, a la que ni siquiera conoció, por la vía indirecta. (Cf. Sí, soy mala poeta pero…, La hija de Kheops y Manual sadomasoporno: ex tractat)

5/03/2012

partes/noche

1


¿Por qué volver a entrar? 
Pero no me puedo ir… Pero no me quiero ir.
Entré.


Llego a la mesa en donde está. Le digo que nos vamos. 
Hago una seña cualquiera en el aire para que el mozo me venga cobrar; mientras, miro los pocillos de café —están vacíos. Conozco el lugar; tengo preparada la plata justa en la mano, sin propina, para evitar más espera.
Salimos al frío de la calle. Enciendo otro cigarrillo.
Ella también.


2


Hacemos fila para comprar las entradas. Nos mantenemos en silencio.


Por un momento me olvido del nombre de la película que propuse ver. No es realmente importante; el cine es chico y sólo proyecta una película a la vez; alcanza con saber el horario de la función.
En el pasillo de la sala, medio a oscuras, ella me mira con indecisión. Me dirijo hacia el primer par de asientos desocupados que veo en las filas del fondo.


Cuando se va acercando la hora de empezar la función, la sala se llena y la fila donde nos sentamos se termina de ocupar. A mi derecha se sentó una mina con un abrigo rojo; a la izquierda de Ana un tipo flaco y barbudo que aparenta tener unos cincuenta y pico

3


¿Cuánto hará que empezó la película?  Ya no la miro. No exactamente, al menos.
La miro, sí, pero ¿cómo qué miro?


Si al menos entendiese el idioma que hablan los actores podría pedirle auxilio a mis oídos; pero ni siquiera estoy seguro de qué idioma es.


Miro, escucho: nada. Nada de eso parece calmar la agitación que siento nacer en mí.
Creo que ya vi esto alguna vez.  Ahora —como quizás antes también; ni siquiera eso sé— no entiendo nada.
No importa.

No entender me parece lo más honesto y fácil del mundo. 
¿Por qué debería entender, no digo todo, sino siquiera algo —de lo que pasa en la pantalla?

Ana se remueve en su butaca. Finalmente apoya su cabeza sobre mi hombro izquierdo. 
Ese movimiento sustrae un no-entendimiento que me acaparaba por completo cuando todos mis sentidos estaban entumecidos (embelesados) por la sensación de deriva de la que era víctima.
Sin embargo, deja en su lugar otro sentir: uno que ha de serle familiar al anterior, aunque a mí me resulte igual de ajeno y, a la vez, amenazadoramente propio.
En su mirada, Ana parece entenderlo todo, —siempre.
Retiro mi vista de la pantalla para concentrarme en Ana: me hundo en la fisura en la que me convierto a causa de no saber cómo mirarla: no me puedo reconciliar ni con lo que veo ni con mi mirar: una feroz ausencia violenta todo lo que pueda violentarse en el presentarse de lo que se me presenta.


Por un momento —terrible, insoportable—soy muchos otros que me juzgan y aterrorizan. El corazón me obstruye la garganta.


En algún momento vuelvo a respirar, a tranquilizarme. Simplemente olvido la sensación de asfixia, y ahora —ya— me resulta completamente extraña y ajena la idea de que alguna vez me sentí así.
Miro —al menos eso suplico estar haciendo— esos lentes que traen al frente los mismos ojos que dejan infinitamente atrás: ojos  que entienden.
Los ojos de Ana, que puede que sean de muchos colores distintos,  me ofrecen un lugar siniestro donde habita un ser oscuro dispuesto a suplantarla, si no a ella, al menos a la versión de ella que yo pueda tener.


Me fascina el espectáculo de su mirada atenta. Quiero que se vuelque (toda ella) sobre mí.
Me muevo: me vuelvo sobre mi costado izquierdo y quedo casi de perfil a la pantalla; casi de frente a Ana. Resulta claro que no le importa que yo haya cambiado de posición —mucho menos sospecha el esfuerzo que eso me significó—, porque vuelve a buscar mi hombro para apoyarse y seguir mirando la pantalla. Debe verlo todo inclinado. Quizás por eso ella entiende.


Quiero que Ana me mire con atención: que no entienda más.
Excitado por el deseo de su desear(me), deslizo una mano —la derecha— sobre una de sus piernas. Me parece que se relame a medida que le separo ligeramente los muslos y, con mis dedos, me adentro por debajo de su pollera, acercándome al borde de sus calzas. Me siento horriblemente mortal cuando toco, por fin, la piel oculta; tan delicada y, por eso mismo, bella. Recorro el borde: la piel con la que limita la tela se debate entre la tibieza del manoseo y el frío de la sala, poniéndose como piel de gallina.
Presiono delicadamente donde comienza el costado interno del muslo; aprovecho la distancia pequeñísima que se crea entre la piel y la tela para pasar las puntas de mis dedos al otro lado de la bombacha.


Al contacto de mis dedos con su concha, Ana vibra. La abrazo por los hombros y la acerco a mí todo lo que me lo permite el posa-brazos inamovible que nos separa irremediablemente.
Con dos dedos acaricio sus labios: uno revela algo de la distancia posible entre ellos.


Me meto metiéndole esos dedos. Después de un instante, ella libera un gemido que ahoga contra mi hombro izquierdo. La sensación de su aliento caliente contra mi ropa me hace pensar que no sólo goza, sino que, también, padece esto. Esta sensación, a su vez, me excita —me electrifica todo el cuerpo; incluso produce, simultáneamente, otra instancia de placer: una brutal erección que todo mi cuerpo delata.


No reniego de esa sensación de goce violento, sino todo lo contrario. Saber que su cuerpo (los cuerpos) puede(n) llegar a ser tan patético(s) a mis acciones y emociones me hace sentir susceptible de ser, sin que lo pueda controlar, un ser en riesgo; profundamente en riesgo.
Veo —a la manera como han (d)escrito algunos místicos que ven sus visiones— un círculo enloquecido, enviciado por su virtud misma; en el medio: yo, desnudo, enloquecido de excitación, siendo violenta e invisiblemente invadido y despedazado por fuerzas a la vez horribles y placenteras. Todos los cuerpos, mi cuerpo; todos los placeres, mi placer.
Lentamente muevo mis dedos en el interior de Ana. Busco su mirada: esa mirada atenta y fascinada que le dirigía a la pantalla y que ahora quiero para mí; a través suyo, en su mirada, me veo —mejor. Quizás ella —¿Ana? ¿su mirada?— tenga la clave para entender por qué no entiendo nada cuando (la) miro.
Ana —lo sé, lo siento, lo veo, lo leo—se moja vertiginosamente y se mueve sólo de a milímetros, combatiendo a muchos niveles contra los amenazantes espasmos orgásmicos que se anuncian cercanos desde los rincones más trastornadores de su cuerpo: no sabe si le gusta más la posibilidad de placer que le promete una victoria contra su cuerpo, —victoria cuya única recompensa sólo puede ser un acabar fugaz y festivo; o si le gusta la idea de ser derrotada, —humillantemente derrotada— por el placer, elección cuyo resultando la arrojaría a una excitación caótica que la arruinaría (es decir: la excitaría) por sobrecarga de abuso.
Siento algo entre nosotros: algo agónico, emocionante. Una fuerza capaz de aplacar las palabras y los deseos más apremiantes que me acechan. No sé por qué prosigue esto aun a pesar de esa voluntad que no me es del todo ajena.


Respiración pesada.

El continuo y lento removerse de Ana atraen miradas furtivas del tipo que está un asiento más allá. A mí no me importa qué piense de nosotros siempre y cuando no nos interrumpa antes de que ella acabe en -y por- mi mano.
Tengo la mano inundada de flujos que me gustaría poder saborear.
Si ahora sacara esta mano de la entrepierna de Ana y la levantara a la altura de mi cara para verla a contraluz de la pantalla, quizás me tentaría morderme algún dedo hasta que brotara sangre y se mezclara todo: me chuparía ese dedo, sí, sin dudas; pero también le mancharía la cara a Ana y la forzaría a chuparme la herida como reconocimiento del placer que soy capaz de proveerle.
Leo los signos en el cuerpo de Ana: a punto de alcanzar el orgasmo, iluminada por la pantalla furiosamente blanca, vuelve su cabeza hacia mí y me mira con esa mirada devota que buscaba.
Pero algo más se deja ver en esa mirada. Algo que refresca y turba aquél no-entendimiento que aun se arrastraba en algún lugar —adentro, sobre o alrededor— de mí.
Inútilmente aferrada al posa-brazos que nos une, Ana vibra.
Doy velocidad al movimiento de mi mano y beso maliciosamente el cuello de Ana para que llore por no poder gritar de placer. “No te muevas” le susurro al oído mientras acaba silenciosa y gozosamente —frustrada por ese gesto carcelero de mis caricias que la tiranizan. Sus gemidos, inexpresables, se refugian en una traducción: un arrastrar de pies sordo, —indistinguible sobre la alfombra de la sala.
Una vez que sus muslos mojados sueltan mi mano, retiro los dedos del interior de Ana y la miro otra vez a los ojos: allí no veo otra cosa que un mirar; un mirar extraño al mirar que antes echaba sobre la pantalla, pero que tampoco se puede decir que sea el mismo que me miraba instantes atrás: es un mirar cargado de una tristeza que despierta, con resentimiento, en este preciso instante, de un sueño largo y profundo; un mirar que viene de otro lado y que no puede proveerse de palabras para hacer sentido de los sentidos y sus sensaciones.
Semisonriente, y aun un poco extasiado, retiro el brazo con el que rodeaba a Ana. Mientras tanto, chupo la punta de los dedos de la otra mano.


Una vez que mi boca se llena con ese sabor fuerte y espeso, fascinante, ofrezco —impongo— a Ana un dedo y ella,  casi a punto de trocar su respirar pesado por un jadeo animalesco, lo chupa con fruición, tomándome rápidamente toda la mano y la muñeca. Al agotarse todo sabor extraíble del dedo, Ana se pasa con lentitud mi mano húmeda y tibia por la cara, despeinándose, tirando al oscuro (y posiblemente faltante) piso sus anteojos —como si su piel se hubiese delatado ansiosa por re-encontrarse con otros cuerpos en vez de con ropas y objetos.
Terminada la película, cubriéndose con nuestros abrigos, Ana se acomoda la ropa mientras las luces de la sala se encienden y la gente se retira con esmerada lentitud.



En el baño de hombres del cine no hay nadie.


Aprovecho y empiezo a hacerme una paja.
Por un momento decido no concretarla y salgo del cubículo en el que me había metido.
Parado frente al espejo del lavamanos, veo en mis ojos la mirada de Ana. Me invade su tristeza.


No descifro si por esta invasión me hallo profundamente comunicado con Ana, o si, finalmente, esta es la manera en la que me sentencian a una soledad inapelable que habitaría por siempre en un lugar consistentemente hueco, ubicado detrás de una cicatriz vieja que marca la piel de mi pecho.
No sé cómo explicar que en este momento me sé despojado de algo que siento, aun ahora, demasiado hundido detrás de aquél lugar del pecho como para que tal hurto sea posible: no puedo concebir que alguien, alguna vez, pueda sacar a la luz esto que custodia lo más oscuro del ser que puedo ser cuando tiemblo de pasión.
Aturdido, vuelvo a entrar en el cubículo en donde había comenzado a pajearme.
En algún momento —momento que borró sus propios límites respecto del pasado y del futuro— eyaculo abundante y espesamente sobre una de las paredes inscriptas con mensajes ahora ilegibles.
Sabiéndome momentáneamente satisfecho empiezo a arreglarme la ropa.
Antes de salir finalmente del baño, retrocedo una vez más hacia la pared donde acabé para pasar la punta del dedo índice sobre la blancuzca mancha chorreante.
Salgo del baño.


Voy al encuentro de Ana: me espera desde quién-sabe-hace-cuánto en el hall del cine.
Al llegar a ella, la abrazo.


Su respuesta se demora  un tiempo infinito que aun no transcurre; mientras, yo intento marcarla con mi semen, pero no sé adónde se dirige mi mano, aunque se mueva —o eso creo que hace— porque yo le suplico que se mueva.

9/08/2011

Los gatos

Siempre estuvo convencido que jamás haría una cosa por el estilo. Las pocas veces que se lo imaginó, lo pensó como el improbable resultado de un ataque de locura. Pero así se dieron las cosas y ahí estaba él: ya había tocado ese timbre gris y rectangular que chilló en dos tiempos; ya le había respondido a la voz metálica que venía recomendado por León; ya estaba, incluso, sentado en el sillón que le parecía menos incómodo de los que había en ese living oscuro, patético y anacrónico. Estaba también en la habitación, presente en su ausencia, un desconocido que entró semi-borracho y muy sonriente atrás de él, y que ahora estaba absorto en su medida de whisky, servida en un vaso realmente triste -como esos que tienen las tías viejas y más o menos lejanas; esas que son tan anticuadas y amargadas que cuesta decidirse sobre qué inspiran más, si bronca o lástima.
 
Lo habían recibido dos gatos, uno se quedó callado en el fondo mirándolo fijamente; el otro habló demasiado, ofreció whisky (que él rechazó y el ebrio aceptó), mintió sobre su nombre y el del otro felino. Como no le vieron cara conocida, el gatito parlanchín le explicó cómo era la cuestión. Recién cuando paró la taladrada que representó aquella voz exponiendo una sarta de pelotudeces, y luego de que las criaturas se miraron entre ellas, la que estuvo atrás callada todo el rato preguntó si alguien quería pasar con ella, o si preferían ver a la que faltaba bajar. El borracho dijo que él pasaría con ella. Víctor –ese es el nombre de quien nos importa- decidió esperar a que bajara la otra opción. Una pérdida de tiempo, a decir verdad, porque aquello le pareció el fantasma de lo que alguna vez fue una mina ya de por sí insípida y que ahora, con suerte, era un objeto más de esos con aspecto incómodo en ese cuarto inhabitable.

—Prefiero… eh… pasar con ella —le dijo a la nueva disimulando alguna repugnancia que sentía, mientras señalaba a la que había estado hablando antes. No debería sorprender que la palabra “pasar” le recordara a la fórmula de Adam Smith: “dejad hacer, dejad pasar”.  Se sentía una mierda de persona por todo eso.
—Bueeeeeno —contestó el fantasma-chica. —Me voy a dormir una siestita, entonces. ¿Cualquier cosa me llamás, Clau?
—Se… yo te aviso —constestó ésta con voz de aburrida. — ¿Vamos? —dijo a Víctor sin saber o importarle su nombre.

Él asintió y fue guiado de la mano hasta la escalera que tenían que subir para entrar a la habitación del primer piso, detrás de la primera puerta a la izquierda. La mano de la mina le pareció fría y casi plástica. Tuvo miedo de que si esa mano le tocaba el pecho o la pija, él se la fuese a quitar como si se le hubiese subido una babosa o caído una cucharada de flan ajeno sobre la piel.

—Bueno, tenemos hasta una hora, si querés… —dijo la mina que hace un rato se hizo llamar Claudia mientras empezaba a quitarse la ropa. Víctor se dio cuenta de que él también tendría que hacer lo mismo… y pronto.
—¿Hasta las cinco y… diez?
—Ajá.

Ya se le veían las tetas a la puta. Bastante lindas, aunque los pezones eran más oscuros de lo que a él le gustaban; pero lo compensaba con el tamaño justito de las areolas.

—Te puedo pedir lo que quiera, ¿no? —preguntó él con un poco de timidez mientras se sacaba recién la primera zapatilla.
—Sí, sí —dijo ella mecánicamente. Se estaba desnudando de espaldas a Víctor para ver si eso ayudaba a apurar un poco la cosa. “Otro que le da vergüenza que lo mire desvestirse”, pensó ella. —Lo que no te dejaría es que me amordaces o golpees, obvio. Si me hacés algo de eso o te pasás de mambo con alguna otra cosa, pego un grito, vienen mis compañeras y te cagan a tiros, así que…

Víctor le miraba el culo desnudo mientras fingía (sin querer) que la escuchaba advertirle. Hacía varios meses que no veía un culo en vivo.
Se apuró a sacarse la ropa. La dejaba tirada en el piso, junto con la mochila, al lado de la cama.

—¿Me darías besos? ¿O es cierto que a… ustedes… les molesta? —otra vez esas palabras que hacían parecer que las consideraba de otro planeta o de una raza inferior.
—No sé a nosotras en general —dijo ella haciendo énfasis con sorna—, pero yo, según quién me lo pida, lo dejo o no. A vos te dejo, si querés.

Víctor ya estaba desnudo; y estático. Ella, por su lado, se estaba paseando por la habitación con un forro en la mano que ni yo, que me parece que soy omnisciente, sé de dónde sacó. Sobre la mesita de luz había algunos más, junto a una pila de servilletas de papel y un velador que seguramente eligió la misma persona sin gusto (o con el mejor sentido de adecuación) que eligió los muebles de aquél living de la casona-prostíbulo. No había un mínimo de intención por disimular que eso era un cogedero. Pero también, ¿quién iba a querer que se disimule? ¿Por qué un putero no podía o debía parecerlo? ¿A qué se parecía el primer putero de la historia?, me pregunto yo.
Claudia se acercó a Víctor y le susurró al oído que le parecía lindo flaco, que le tenía ganas o algo por el estilo. Él no supo si era en serio o no, pero por lo menos se calentó. Entonces ella le puso un forro y se la chupó un rato. Víctor, ya en trance, a pesar de la barrera plástica, pensaba en su mochila; la mochila que estaba ahí al lado de la cama, con la ropa y las zapatillas.

—¿Te disfrazarías? —le preguntó él de repente.
Claudia se detuvo muy lentamente.
—¿Trajiste un disfraz? —respondió sorprendida, separándose del bulto.
—Sí, más o menos. Mirá…

De la mochila se extrajeron los siguientes objetos: unos bigotes postizos muy poblados; una capa negra forrada de color rojo en el interior; una máscara entera de gorila un tanto destartalada; un crucifijo de madera de unos treinta centímetros de alto por unos casi veinte de ancho; una máscara de látex, completa también, de Terminator (el modelo que está medio “descascarado”, con el ojo robótico-mocho al descubierto); una fotocopia de un poema de Francisco Urondo titulado Los gatos; una fotocopia anillada de Los filósofos presocráticos de G.S. Kirk y J.E. Raven; y una edición de Beber en rojo, de Alberto Laiseca, publicada en Altamira. Todo, menos el crucifijo y el libro de Kirk y Raven, estaba metido adentro de la máscara de gorila, que ocupaba casi la totalidad de la mochila. Era como esas calabazas que los nenitos yankees llenan de caramelos y porquerías en Halloween.

—¿Y qué me pongo de todo esto? —preguntó Claudia un poco preocupada. “Otro loco de mierda. Era obvio. ¿Por qué mierda sino un pibe así iba a venir acá?”, pensaba.
—Vos sólo tenés que ponerte la máscara de Terminator. Pero hay un orden. Primero dejame que me pegue el bigote. Tomá, vos mientras pasate el crucifijo…
Claudia no entendía nada. Igualmente empezó a tocarse con el crucifijo, aunque con el menor erotismo posible. Sin embargo, Víctor estaba a punto de acabar de sólo mirarla.
—Listo, vení —le dijo a Claudia desde la pared en la que estaba el espejo. —Traé el crucifijo.
Ella fue con crucifijo y todo; él, con sus bigotes nietzscheanos, la levantó desde los muslos y la penetró jodidamente contra la pared.
—Acariciame con el crucifijo. ¡Dale, acariciame! —le suplicaba él, excitadísimo.
Ella, aunque obedecía, se hubiese querido reír; pero en verdad el tipo la estaba cogiendo con tantas ganas que le gustaba un poco que el enfermito esté tan excitado por un bigote de mierda y un crucifijo.
Después de unos cuantos minutos la despegó de la pared y la dejó sobre la cama. Estaba duro como una piedra. De la nube de objetos que antes había sacado de la mochila, tomó el libro de Laiseca y se lo tiró sobre las piernas a la chica:
—Tomá. Abrí donde está marcado; página ochenta y nueve: leé mientras me pongo la capa.

La mina esbozó una sonrisa, durante un segundo, al recibir el libro. Él se ponía la capa negra y se reía como una hiena en mute. Ella comenzó a leer sin cuestionarlo, pero, y quizás principalmente, sin cuestionarse ella misma sobre el asunto:

—“Drácula:
—¿A usted le gustan las historias de miedo, Sra. Lucy?
—Me fascinan. Pero deje que le siga explicando. Mary Shelley, su esposo y Lord Byron estaban asilados (fue una relación
muy particular la de ellos, créame). Y entonces surgió el desafío: que cada uno escribiese un cuento de terror. Parece que los dos hombres fracasaron en el intento, pero la chica escribió Frankenstein.
—¿Usted se propone algo parecido, señora?
—Sé que puedo escribirlo… con ayuda.
El conde hacía un gran esfuerzo para dominarse:

Víctor la interrumpió y recitó de memoria:
—“Señora: la histeria, lo sé, es una de las formas del arte. Pero…
Claudia, en ese momento, hizo un click. Se rió: entendió un poco más  a su cliente y respondió intuyendo el énfasis con que la Lucy Harker de Laiseca hubiese respondido:
—“Sométame a prueba.

Inmediatamente, Víctor-Drácula-Jonathan-Laiseca-Nietzsche-etc. hizo suya a Claudia-Puta-Cosa-Lucy, y sin necesidad de que nadie diga nada, entre embestidas y gemidos ella siguió leyendo:
—“Drá-mhmm...-cula no-mhmm!- podía creer-mhmm- lo que oía. Mhmm...- Yo sí, porque –mhmm...- a lo largo de los cinco años-mhmm…- en que he tenido la dicha -mhmm…- (y también-mhmm..- el horror-mhmm…) de ser el marido de Lucy-mhmm!-, sé que ella puede-mhmm, mhmm!!- no tener límites-mhmm!, mhmm!!, mhmm!!!..- en lo que considera su desarrollo personal…” Oooooohhhhhh, aaaah, ah…

La cita sigue y sigue: por si les interesa saberlo, Drácula y Jonathan sodomizan a Lucy hasta que ella se desmaya de placer y necesita varios días de reposo.

Ahí se fue el primer polvo. Recién eran las cuatro y treinta y dos.

Claudia y Víctor estaban tirados en la cama, los pechitos sudados, las miradas tensas, sin cruzarse… sin amor.

—Mientras vos te fumás ese cigarrillo…—decía Víctor— No, no quiero fumar ahora, gracias… Mientras vos fumás te quiero leer algo, ¿puede ser? 
—Sí, sí… obvio.

Víctor agarró la fotocopia de Paco y leyó sin leer, página tras página:

…Esta parte del mundo me rodea y siento
que me han salvado mis errores; otros jugaron
y perdieron, se arrancaron los ojos, se
                despedazaron como animales furiosos: ‘Quién
de los míos, me pregunto,
pudo salvarse de las trampas y del silencio’.
                Todos, mis hermanos,
mi amigo, mi adolescencia, mis iguales, jugaron y
perdieron;
el cariño se fue plegando y retrocedió con el
tiempo; venimos a ser
los buenos perdedores: ‘Adiós lolitas, cositas de
                mamá’; putitas de la noche,
gatitas perdidas, vientres inútiles y perfectos. Yo
quiero acariciar
un vientre marcado por la maternidad, un cuerpo
                en uso:
somos los vencedores,
los campeones de la noche;
vemos en la oscuridad,
tenemos un ojo de gato y otro de pereza y de
                miedo; tropezamos
para encontrarnos, para pedir perdón, para tocar;
nos repugna la soledad,
queremos lugares donde dure el humo y el calor
                de la gente…

—Estás bastante loco, ¿no? —preguntó Claudia cuando Víctor dejó las hojas de lado, casi diez minutos después de haber empezado a leer.
—No, no… A veces me gustaría… pero porque soy medio boludo—respondió él. —Aunque, en realidad, esto, podría decirse, lo hago para no enloquecer. Es una lástima que no haya lugar en la vida real para cosas así... ¡Pará! ¡¿Dije en “la vida real”?!
—¡Sí, jajaja!
—¡Jajajaja! Es que esto casi parece una película que pasarían en I-sat…
—Sí, sí, tenés razón. Cuando quiera contarle esto a alguien seguro que no me va a creer. Las historias que salen de aquí adentro son locas casi siempre, pero generalmente son más tristes.
Víctor no supo bien qué responder a eso, él era, en realidad, el que venía de otro mundo, uno bastante distinto a ese… De todas maneras, después de haberse perdido pensando mientras la miraba fijamente, comentó:
—El tipo que escribió eso que leíste sobre Drácula dice en otro libro: “Al revés de lo que pensaba Hegel —un filósofo alemán del mil ochocientos— todo lo real es irracional, todo lo irracional es real.” Y después, en una entrevista decía que su delirio, su locura, no era patológica o enfermiza, sino creativa y creadora. Eso me encantó… y un poco me definió. Me afectó.
—No sé si te entiendo de lo que estás hablando.  Me parece que vos sos… inteligente, interesante… no entiendo por qué venís acá.
—Gracias; pero no entiendo por qué te parece raro que venga acá... y más a hacer estas cosas. Es jodido ser feliz en el “mundo real”, jaja… En serio, la pasé bien… Gracias.
Víctor creyó entender que, tras esa charla, eso iba a ser todo. Es más, ya se disponía a levantarse de la cama para ir saliendo de la habitación tras cambiarse, pero Claudia rodó sobre la cama y se le acercó preguntándole:
—¿Adónde vas, eu? Todavía nos faltan unas máscaras y ese librote, ¿o no? Además tenemos unos veinte minutos hasta las cinco y diez.
Víctor se sonrió como un nene y un sátiro a la vez.
—¡Vos ponete la máscara de Terminator que yo me pongo la de gorila! —ordenó contentísimo mientras abría el libro de los presocráticos.
—¿Por qué yo la de Terminator? —la voz se sentía un poco más lejana por las barreras que representaban ahora ambas máscaras.
—Porque siempre supuse que me voy a sentir muy poderoso si puedo darle maza al héroe de la mejor película de acción de los noventas.
Se refiere a Terminator II, por supuesto.
—¿Y por qué vos un gorila?
—Por la banda, por los anti-peronistas, porque me gusta el animal… qué sé yo…
—Jajaja ¿Y ese libro?
—Porque me colgué y no lo saqué de la mochila… de todas maneras tiene algo de sentido… “Heráclito” siempre me sonó a “clítoris”…
—¿Eh?
—Bueno… ¡ufff! … —Claudia se sacó la máscara— Ya son las cinco y diez, bebé. Son ciento treinta pesos—dijo la muy puta.

3/01/2011

comunicado real


El Rey y la Reina de M’alanoderia (¡Larga vida a ellos!) consideran de vi(r)t(u)al importancia difundir la siguiente información:
En el reino vecino de traiciónlandia (antes Kah-Nu-Lji) se está sobre-adoctrinando secretamente al campesinado en el arte del contorsionismo con el único propósito de alcanzar el homo complementus: una peculiar ramificación del proceso evolutivo-inducido que ambos reinos, el glorioso M’alanoderia (¡Larga vida al Rey y la Reina!) y la despreciable, vituperable, ciertamente deleznable traiciónlandia, han estudiado veladamente con el apoyo místico e intelectual de sus más grandes nigromantes posmodernos y biólogos positivistas del novecento. Dicho proyecto, encarado en sociedad por ambas naciones con el fin de unir fuerzas contra terceros, implicaba el anudamiento (calculadamente reversible) de los humanos y humanoides a disposición de la región fronteriza con el fin de que se adhierieran sus cuerpos y consiguieran alcanzar una olvidada, inexistente y mejor etapa en su tránsito a la perfección que se sospecha posible gracias al análisis de los monumentos filológicos y arqueológicos que constituyen los Sacro scripsi Cosmopolitae Revistae[1] que incontables filólogos estudian con ahínco exclusivamente en viajes de colectivos intergalácticos los días martes o en baños de familiares sin mejor literatura.
A los fines de procurar la seguridad de nuestra querida patria, M’alanoderia (¡Larga vida al Rey y la Reina!) e imposibilitar la perpetuación del trapero plan de traiciónlandia, se instituirá un horario de entrenamiento diario que oscilará entre las cuatro horas y las noventa mil horas, de acuerdo a las necesidades que las autoridades a cargo dictaminen.
A los fines de acelerar el entrenamiento, la población deberá proveerse de los siguientes elementos:
-Topolino
-Pan lactal Fargo (blanco, rodajas finas)
-Una botella de agua mineral de 2 (dos) litros cada dos individuos
Finalmente, bajo el mandato de nuestros amados y Excelentísimos Reyes de M’alanoderia (¡Larga vida a ellos!), se exige a la población que ataque cuanto traiciónlandense pueda, so pena de ser excluido del homo complementus m’alanodereano y posteriormente aplastado con todo el peso de la ley (literalmente sería cascoteado hasta su defunción con todos los ejemplares –comenzando por los de tapa dura- disponibles de las distintas constituciones de éste y cualquier otro reino que sea necesario utilizar con tal fin).
Firman:
Rey Aperiódico Laichúnistin IV de M’alanoderia y Reina Orquídea Malvaloca Discreta del Otoño de M’alanoderia.


[1] Idioma zombie, o sea muerto-vivo. Pseudo-latín.

2/19/2011

Puerta abierta

En mi casa no cierran con llave la puerta de calle. Claro, yo “vivo en barrio” y esa es de las pocas cosas que sobreviven del mito de una vida acá. Pero aunque la puerta (que tiene un postigo que a veces también “se olvida” abierto) sólo se debería poder abrir desde adentro, yo tengo miedo de que, por ejemplo, un dúo de negritas al pedo (en pedo, seguro), se dedique a rondar las casas del barrio (ignorando la constante vigilancia, o quizás considerando con total seriedad la impotencia y esterilidad en todos los ámbitos de las vecinas que lo miran todo a través de los vidrios coloridos de sus puertas y portones); rondar la zona, decía, con ganzúas en los inexistentes bolsillos de sus imposibles mini-faldas, y dar, justo, con mi puerta abierta, mientras yo duermo la siesta con mi perra al lado. ¡Imaginate!


—No te llevé’ nada, no avivé’ a lo’ gile’— le diría una a la otra estando en el garage de mi casa— así esta noche volvemo’ con el shoni y le’ llevamo’ ‘sta la heladera, je je.
Después le mandan un mensaje (siempre están mandando mensajes) al dicho Johnny: “ncn3 ksa p st nch”. Enviar/Send.
Y a la noche, de madrugada, vuelven. Vuelven con armas blancas y de fuego, con anestesia para caballos en jeringas enormes ya usadas por ellos, y con el olor a mandarina todavía (siempre) en las manos. Vienen Jonathan (Johnny, shoni) y Karina con Brian y Jessica (shesi), repitiendo la maniobra sobre la puerta aun abierta, ignorando cuántos somos en la casa (somos cinco, contando a la perra), posiblemente sin suficiente anestésico (¿o soga?) para todos, elevando las chances de que tengan que matar a alguno para que no los estorbe en el robo total. Yo estaría recién dormido porque me gusta acostarme relativamente tarde. Sin embargo estaría alerta, porque cuando me estoy durmiendo siempre siento (quizás pre-siento, quizás imagino) que algo malo va a pasarme. Es una costumbre ya, y sin embargo en estos veintidós años jamás se me cayó la rinconera encima; sin embargo en estos veintidós años jamás hubo nadie esperando a que me diera vuelta para, dramáticamente, ahorcarme o acribillarme tras dirigirme una mirada que infunda pavor, ni jamás hubo nadie con un abrigo largo parado en la ventana que da al patio de mi casa, listo para romper el enclenque mosquitero que lo separaría de toda mi vulnerabilidad. 
Siempre tengo estas sensaciones… pero no digo nada, porque nunca pasa nada. Pero quién sabe, la puerta sigue abierta, y yo no sé por qué no voy y la cierro…

9/02/2010

En los troncos

—Agradecele al persa que está tomando Gancia.
— ¿Qué?
—Que le agradezcas al persa por estar tomando Gancia. Es estético al menos.
—¡Aahhhh! Bueno, sí. Gracias, che.
El persa saludó con su copa blindada, capaz de resistir una bomba de dos megatones en caso de un ataque nuclear. “Beber no es cosa que deba hacerse a la ligera”, decía él.
—La playa, el mar… nunca entendí qué es lo complicado o místico de un puerto, ¿sabés? Es un motón de maderas nomás… ¡Ay qué lindas imágenes! Je, je, jo, jo.
—Sí, sí. Igual, nosotros estamos acá, escuchando a esta boluda…
—…parados sobre estos troncos de mierda. Mirá, la petisa se puede sentar y todo.
— ¡Repasa como loca!
—Si estás en los troncos, tan cerca del micrófono, ya está, sabés o estás al horno.
—Ahí baja la otra, a ver…


Su Altísima (no es metafórico) Excelencia Excelente Excelentificante, concluía:
—¿Quiere agregar algo más?
—Eeeeeeeeeeeehhhhh… No, no creo. Dije todo lo que tenía para decir.
—Sí, jodiste tanto que te voy a dar un noventa por ciento
—Noventa por ciento. Nueve-cero—Dijo el Locutor.


Algunas viejas en los bingos de la costa atlántica sintonizaron en sus audífonos esa transmisión trascendental y por error marcaron su cartón. Una pobre mujer cantó línea incluso. ¡Qué humillación cuando le dijeron que no era correcto!


—Gracias, ¡gracias! ¡No sé qué decir!
—Decile algo lindo, si no cagaste fuego apenas te das vuelta— dijo el Locutor en off.
—Ehhhhh… ehhhh… ¡Cincuenta años y todavía está de moda!
—Es cierto, el nazismo es un tema que siempre sale en una buena conversación—contestó la que sería King Kong si las reinas fuesen gorilas—. Chau, querida. Suerte.


—¿“Cincuenta años y todavía está de moda”? —Repitieron en voz baja los que estaban en los troncos.
— ¿Esa pelotudez dijo? Para decir eso hubiese dicho esa mierda de Heráclito sobre el río…
—¡Eh, eu! Eso es profundo…
—Sí, bueh… la idea es compleja, pero con esas palabras lo espero encontrar antes en un postdata de los chicles Bazooka que en otro lado…
—¡Uy, los Bazooka! ...ni me acordaba de su existencia. ¡Pah, qué dulces e inmasticables que eran!
—¡Y qué visión pajera de la juventú’ que tenían!


—El siguiente— dijo el Locutor.


—Cuidado cuando saltes.
—Seeee… ¡jop!
—Bien. Vos agarrarme si le estoy por pifiar.
—Fumá.


(Lil’ Charles Bald contento)


—¡Jop! Bien, uno menos.
—Mirá la petisa, por estar sentada en canastita se le durmieron las piernas y el que estaba atrás se la llevó puesta cuando quiso avanzar. Están todos acelerados.
—“El siguiente” es una frase complicada a esta altura.


El bailarín ruso le decía a La Jueza (Excelencia imponderable, “concubina del Ser”, diría Laiseca, si se me permite atribuirle algo que no es suyo, creo):
—¿Entonces quiere que le consiga la tortita negra?
—Ajá
—Pero mire que, si es que la encuentro, voy a tardar varios años en poder volver hasta acá y se va a poner en mal estado.
—Decile que la voy a comer yo.
—¿Al panadero?
—No, no, no. ¡NO! A la tortita negra, pelotudo.
—Bueno, bueno, mi Ama y Señora, Reina Creadora y Poseedora de las Leyes.
—En caso de que no tengan la tortita negra me traés un cuarto de palmeritas. Y antes de que cometas la idiotez de decirle a las palmeritas que son para mí, para que no se pongan feas, te digo que no va a funcionar. Se venció el convenio del Ser con ellas... una tragedia, realmente, pero si no ponés mano firme, viste… Cuestión, vas a tener que conseguirte un taperrrgüerrrrrr para las palmeritas.
—Ma’am, yes ma’am!—dijo el ¿contradictorio? ruso que había sido espía yankee durante la Guerra Fría.
—Andá, rajá de acá… ¡Vamo’! Anoten verbatim: “Veredicto pendiente hasta que me traiga la tortita negra o en su defecto las palmeritas. Si la panificación es defectuosa: desintegración. Si en cambio es gloriosa: setenta y dos por ciento.”


—El siguiente—Dijo el Locutor.


—Apa, viene rápido. ¡Jop!
—¡Jop! Sí, sí, ya sólo faltan el coso ese, sea lo que sea, y el de ojos claros; y después ya estás vos. ¿Nervioso?
—Cagado en las patas, como debe ser.


El-coso-ese-sea-lo-que-sea estaba en la sillita alta comiendo la papa en frente de la Emperatriz del centro de convenciones para croatas que es la Existencia en este plano:
—Bueno…
—No jodas, dejá pasar al de ojos lindos.
—Pero…
—Chauuuuuuuu… Hacé tu gracia, Locutor.


Si les interesa saber, la Reina de los Abrazos, aunque lo mandó a freír churros (¿qué mierda tiene de malo freír churros? Lo jodido es prepararlos), lo tocó con su varita y le dio paz eterna. Ahora el-coso-ese-sea-lo-que-sea comparte un negocio en el Caribe con los personajes de “The Shawshank redemption”. Me gusta cuando todos terminan bien.


—El siguiente—dijo el Locutor.


Ojitos claros y la Reina del Plata:
—¡Me presento humildemente ante Usted, oh Reina imperialísima de las altas y bajas cumbres, de las Cosas Importantes y todas las Cosas, para que me juzgue con su interminable sapiencia y sensibilidad!
—Hola, papito, lobito, ¡hola, hola! Quedate conmigo acá al costadito para hermosear el panorama nomás. Después vemos qué hacemos, ¿te parece?
—Sí, mi Señora, Generala Doble con doscientos ocho dados.


—El siguiente—dijo la gallina. Era el turno del que empezó hablando allá arriba, al comienzo de esto.


—¿Asunto? —preguntó la Gordísima Chanchibólica (= Chanchística y diabólica).
—“Personajes de series en cuyas iniciales haya una G”; aquí tiene una copia mecanografiada.
—Bien, bien; empezamos bien. Me encantaba Gilmore Girls…
—Claaaaaarooooo. Tenemos a Rory Gilmore, a… eh… la madre…


A la Reina la dubitación no le gustó un soto.


—¿Cómo?
—Que también tenemos a Garfield, a Gorgory de los Simpson, a Godines del Chavo del ocho…
—Bueno, bueno… está bien. Te hago una pregunta aparte, ¿te parece? Para redondear nomás, pero venís bien, chiquito…
—Sí, claro.
— “Do androids dream of electric sheep?”
—No lo sé, “I may be paranoid, but I am no android”.
—Excelente. Como yo, si no fuese el modelo platónico de lo excelente mismo. Noventa por ciento —concluyó la Reina.

12/30/2009

"Confidencialidad paciente-médico"

Todos sabemos perfectamente que la confidencialidad paciente-médico es una gran mentira, al menos en el absoluto pues, al llegar a sus hogares, todos los profesionales hacen catarsis con sus seres queridos y repiten, no sin lujo de detalles, las anécdotas y padecimientos que estos le refieren. He aquí la historia –hechos más, hechos menos- que Humberto L… le detalló al Licenciado B…, quien luego la contó a su esposa, y más tarde llegó a mis oídos por medio de esta última:

“Siempre me atrajeron los supermercados, doctor. En especial la góndola de lácteos del Carrefour, ése que está cerca de mi casa. El otro día fui; sí, fui. Entré y caminé directo a esa góndola, estaba preciosa: blanca, toda blanca, con pintitas amarillas y azules que indicaban los precios y las ofertas del día. Se me escaparon unas lágrimas de felicidad, doctor.

Contemplé unos instantes la escena y después me puse a buscar el yogur de durazno perfecto, así como mi abuela compraba el durazno perfecto real en la verdulería cuando todavía vivía… No se da usted una idea de la cantidad de factores que uno debe tener en cuenta para estas cosas… pero bueno, no quiero aburrirlo, y además quisiera llegar rápido a la parte que me lleva a contarle esto:

Cuando completé la elección me dirigí a la parte de alimento balanceado para perros; necesitaba comprarle un poco al canario que me regalaron cuando chico. ¡Era una debacle, doctor!, la tanda de envoltorios estaba seriamente dañada por arrugas innecesarias que podían comprometer la calidad del producto. No puedo arriesgarme a darle un producto en mal estado a mi canario, ya es grande; ya ni se mueve. Me tuve que fijar en cada paquete, ninguno estaba en óptimas condiciones. Cuando descarté los pequeños no me quedó otra opción que buscar uno grande- se veían seriamente amenazadores (sabe usted que tengo serios conflictos irresueltos con las cosas grandes). Escruté esos packs de varios kilos; la verdad es que no me conformaba ninguno, pero había uno que se acercaba mucho a lo que quería, y así, preferí no traicionar a mi amado Carrefour, y no poner en peligro la permanencia de la góndola de lácteos que tantas satisfacciones me trae, y me decidí a llevar dicho paquete… ¡De repente!, al fondo de ese pasillo, vi a una antigua (¡vieja!) profesora del secundario, doctor. La detestaba, siempre la detesté, y ella a mí también. No quería saludarla, no, no. Y sabía que ella podía reconocerme tan fácilmente como yo a ella. Se podrá imaginar usted, doctor, que entonces no tuve más remedio que esconderme, y el único escondite en que pude pensar fue en esos paquetes de alimento balanceado que tan amplios eran.

Eso resolví, y eso hice: abrí varios, por supuesto que no el mío, y me zambullí entre esos huesitos y coquitos marrón-rojizo que le doy a mi canario sin demasiados resultados. El truco funcionó, doctor. Para cuando salí de allí la mujer ya no estaba a la vista. Mas no hay gloria sin pena, doctor: un guardia me abordó diciendo que tendría que pagar por los paquetes que abrí, a lo cual accedí, puesto que tiene lógica que si uso el producto, aunque no de la manera más ortodoxa, deba pagar por él.

Nos dirigimos a la caja ambos, el guardia y yo, ya que este se ofreció a guiarme para que no tuviese que sufrir la cola en la caja, siendo yo un cliente que haría una compra tan grande; pero resulta que en el apuro de esconderme había olvidado el yogur que había comprado antes. Entonces le pregunté si podía ir a por él y me dijo que iríamos juntos. (Esto me recuerda que debería firmar el libro de sugerencias felicitando al muchacho.) Cuando llegamos al lugar busqué y tomé el yogur; parecía que todo estaba resuelto, pero volviendo a la caja, otro inconveniente surgió: la naturaleza me llamaba. No quería abusar de la gentileza del guardia que tanto ahínco había puesto en ayudarme a saltar esas largas colas que hay en mi querido Carrefour a las siete de la tarde, cuando todo el vejestorio, como mi ex-profesora, va en busca de su queso descremado y el Terma Serrano, así que le dije: ‘muchacho, tome, acá está la billetera, haga los números con la cajera, yo tendría que usar el baño… urgentemente.’

El bienintencionado guardia aceptó, e incluso me hizo el favor de llevar a la caja el yogur y la bolsa de alimento que cuidadosamente había elegido mientras yo hacía mis cosas. Finalmente esta serie de inconvenientes simulaba llegar a su final, pero es acá, doctor, donde quería llegar con esta historia que tan poco interés puede tener en este consultorio:

Al acercarme por segunda vez a la caja, después de usar las instalaciones, me di cuenta que no me había lavado las manos… ¿Qué cree usted que semejante olvido signifique?”