Todos sabemos perfectamente que la confidencialidad paciente-médico es una gran mentira, al menos en el absoluto pues, al llegar a sus hogares, todos los profesionales hacen catarsis con sus seres queridos y repiten, no sin lujo de detalles, las anécdotas y padecimientos que estos le refieren. He aquí la historia –hechos más, hechos menos- que Humberto L… le detalló al Licenciado B…, quien luego la contó a su esposa, y más tarde llegó a mis oídos por medio de esta última:
“Siempre me atrajeron los supermercados, doctor. En especial la góndola de lácteos del Carrefour, ése que está cerca de mi casa. El otro día fui; sí, fui. Entré y caminé directo a esa góndola, estaba preciosa: blanca, toda blanca, con pintitas amarillas y azules que indicaban los precios y las ofertas del día. Se me escaparon unas lágrimas de felicidad, doctor.
Contemplé unos instantes la escena y después me puse a buscar el yogur de durazno perfecto, así como mi abuela compraba el durazno perfecto real en la verdulería cuando todavía vivía… No se da usted una idea de la cantidad de factores que uno debe tener en cuenta para estas cosas… pero bueno, no quiero aburrirlo, y además quisiera llegar rápido a la parte que me lleva a contarle esto:
Cuando completé la elección me dirigí a la parte de alimento balanceado para perros; necesitaba comprarle un poco al canario que me regalaron cuando chico. ¡Era una debacle, doctor!, la tanda de envoltorios estaba seriamente dañada por arrugas innecesarias que podían comprometer la calidad del producto. No puedo arriesgarme a darle un producto en mal estado a mi canario, ya es grande; ya ni se mueve. Me tuve que fijar en cada paquete, ninguno estaba en óptimas condiciones. Cuando descarté los pequeños no me quedó otra opción que buscar uno grande- se veían seriamente amenazadores (sabe usted que tengo serios conflictos irresueltos con las cosas grandes). Escruté esos packs de varios kilos; la verdad es que no me conformaba ninguno, pero había uno que se acercaba mucho a lo que quería, y así, preferí no traicionar a mi amado Carrefour, y no poner en peligro la permanencia de la góndola de lácteos que tantas satisfacciones me trae, y me decidí a llevar dicho paquete… ¡De repente!, al fondo de ese pasillo, vi a una antigua (¡vieja!) profesora del secundario, doctor. La detestaba, siempre la detesté, y ella a mí también. No quería saludarla, no, no. Y sabía que ella podía reconocerme tan fácilmente como yo a ella. Se podrá imaginar usted, doctor, que entonces no tuve más remedio que esconderme, y el único escondite en que pude pensar fue en esos paquetes de alimento balanceado que tan amplios eran.
Eso resolví, y eso hice: abrí varios, por supuesto que no el mío, y me zambullí entre esos huesitos y coquitos marrón-rojizo que le doy a mi canario sin demasiados resultados. El truco funcionó, doctor. Para cuando salí de allí la mujer ya no estaba a la vista. Mas no hay gloria sin pena, doctor: un guardia me abordó diciendo que tendría que pagar por los paquetes que abrí, a lo cual accedí, puesto que tiene lógica que si uso el producto, aunque no de la manera más ortodoxa, deba pagar por él.
Nos dirigimos a la caja ambos, el guardia y yo, ya que este se ofreció a guiarme para que no tuviese que sufrir la cola en la caja, siendo yo un cliente que haría una compra tan grande; pero resulta que en el apuro de esconderme había olvidado el yogur que había comprado antes. Entonces le pregunté si podía ir a por él y me dijo que iríamos juntos. (Esto me recuerda que debería firmar el libro de sugerencias felicitando al muchacho.) Cuando llegamos al lugar busqué y tomé el yogur; parecía que todo estaba resuelto, pero volviendo a la caja, otro inconveniente surgió: la naturaleza me llamaba. No quería abusar de la gentileza del guardia que tanto ahínco había puesto en ayudarme a saltar esas largas colas que hay en mi querido Carrefour a las siete de la tarde, cuando todo el vejestorio, como mi ex-profesora, va en busca de su queso descremado y el Terma Serrano, así que le dije: ‘muchacho, tome, acá está la billetera, haga los números con la cajera, yo tendría que usar el baño… urgentemente.’
El bienintencionado guardia aceptó, e incluso me hizo el favor de llevar a la caja el yogur y la bolsa de alimento que cuidadosamente había elegido mientras yo hacía mis cosas. Finalmente esta serie de inconvenientes simulaba llegar a su final, pero es acá, doctor, donde quería llegar con esta historia que tan poco interés puede tener en este consultorio:
Al acercarme por segunda vez a la caja, después de usar las instalaciones, me di cuenta que no me había lavado las manos… ¿Qué cree usted que semejante olvido signifique?”
12/30/2009
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